jueves, 23 de febrero de 2012

EL CENTRO (segunda parte)

Columna publicada en Diario de Centro América.
Jueves 23 de febrero del 2012.
Reeditada.


Foto: Detalle del mural de
la Biblioteca Nacional
Si bien El Centro está resurgiendo con sus calles amplias, sus bares cool, sus bodegas inmensas, sus blancas galerías, sus cuidadores de carro malhumorados y sus alquileres agigantados. Hay cosas que nunca cambian.

La Biblioteca Nacional, por ejemplo, sigue sumergida en un olvido de décadas y de libros, literalmente. Incluso hay personas que ni siquiera han puesto un pie dentro del edificio, y arremeten contra cualquier mortal como yo, con llevárselas de avant-garde por caminar a las 10 de la noche en El Centro, moviéndose a pasos cortos y tomándose fotos en cada esquina con diez cervezas en la mano. Cosa que, les confieso, no me causa problema. Lo que me causa conflicto es la desinformación sobre ciertas cosas: El Centro lleva aquí más de 100 años, y que durante el último año se haya vuelto moda, es otro tema. Además, durante el día tiene una potencia incalculable, digna de una sinfonía de Beethoven, Brahms u Orellana, que no deberían de perderse desde lo alto de alguna terraza.

Todo esto, me hace recordar mis caminatas nocturnas a lo largo del centro. Una vez, caminamos desde el Parque Central hasta El Zapote con algunos amigos artistas entre vino tinto y pláticas Nietzscheanas, tan sólo para reventarnos los oídos con música electrónica en una de las fiestas clandestinas de la época. Otra vez, luego de un concierto de rock, me tocó caminar desde la 11va. Calle hasta la Tipografía, a eso de las 12 de la noche, para tomar un taxi (aún no habían taxis blancos ni amarillos) porque había perdido mi jalón de regreso a casa y no quería despertar a mis viejos para decirles que me fueran a traer, oliendo a "vaya saber qué sustancias". Pero bueno, la aventura y la seguridad son dos binomios que se van acoplando a diferentes matemáticas de la época. Esa vez tenía unos 16 años. Eso me dice que el buen rock en Guatemala lleva más o menos la misma cifra en hacernos felices a los que usamos "camisetas negras".

Volviendo al tema de la Biblioteca Nacional -que lleva por nombre al gran escritor Luis Cardoza y Aragón-, recuerdo muchas de mis caminatas diarias por sus alrededores, entre ellas el Portal de Comercio y el Pasaje Aycinena. Entre todas esas caminatas, recuerdo que al regresar de las clases del colegio, me sumergía en el personaje de chico explorador y me detenía, con sumo esmero, a observar el "extraño" relieve de la Biblioteca, que contiene interpretaciones fantásticas del maestro Efraín Recinos (QEPD), quien años después, humildemente, me explicó sobre la intención de dejar inscritos en sus obras: Personajes dispares, figuras geométricas, palabras simbólicas y recurrencias metafóricas reconocibles a lo largo de toda su obra.

De Don Efraín conservo, muchas pláticas y un acaudalado de citas arquitectónicas que me gustaría recordar, ahora que el mundo parece acabarse. Por eso, si puede y quiere, dese una vuelta por La Biblioteca Nacional y piense en lo versátil que puede ser la poesía.

A veces puede ser papel, y otras veces puede ser cemento.

Imagine eso.

jueves, 16 de febrero de 2012

LA VIDA TIENE MÚSICA: El Flaco Spinetta

Columna publicada en Diario de Centro América y en libro SPAM (2012, 2013).
Jueves 16 de febrero del 2012.
Reeditada.


Foto: Luis Alberto Spinetta
Nunca fui a un concierto de Spinetta, no, nunca lo conocí. Nunca viajé a Argentina para encontrarlo en un cafetín de Baires dando un recital o sencillamente tomando una birra, no. Nunca me entusiasmé tanto al escuchar a otro músico, que más o menos sonara parecido a él (me refiero a Cerati, Fito o Charly que también son pilares del rock argentino), pero que le deben la delicadeza, el fulgor y la belleza a Luis. El siempre flaco y único flaco del rock latinoamericano.

Nunca me entusiasmé tanto al escuchar por primera vez su música, no. Nunca tuve el privilegio de conversar con él sobre poesía o jazz. Tampoco de escucharlo hablar sobre Artaud, Rimbaud o Deleuze, no. Nunca tomamos café o vino mientras conversábamos sobre leyes de libre difusión creadora en esta era que nos tocó llevar a ambos: la digital– a altas horas de la madrugada con un cartón de cigarrillos y bajo la luna llena o los árboles vertiginosos del hemisferio sur, no. Nunca pude ver con mis ojos, mis pragmáticos ojos, alguna de sus Fender que ahora son patrimonios de la humanidad, no. Nunca lo escuché tocar mejor que en Invisible o Pescado Rabioso, no. Nunca lo entrevisté. Nunca estuve en su casa, tomando mate y comiendo empanadas de mozarela al ritmo de un candombe o una mazurca importada desde otra galaxia, no. Nunca escuché su voz, más que en los auriculares que compré en aquel viaje a España o en las bocinas de mi Nissan en el año 98, a todo volumen, con la certeza de que su voz era una especie de espejismo neuronal. Un santuario.

Nunca lo vi a los ojos mientras hablaba de tango, no. Seguramente sus ojos eran dos luces estallando en la profundidad del infinito como dos asteroides que lo recorren todo en un estallido de memorias aleatorias. No, nunca lo vi a los ojos. Nunca le conocí una mala canción o al menos una a la que le faltara una sílaba o una armonía. No, nunca. Nunca percibí que Spinetta Jade o Spinettalandia fueran dos proyectos musicales en su larga carrera discográfica de más de 40 años. Nunca nada fue proyecto en Spinetta, todo fue luz y genio. Vaivén de arritmias contenidas. Vuelo exquisito de fonemas lúcidos. Marea de acordes atómicos. Lluvia de imágenes. Poesía en bruto. Poesía en combustión. Sencillamente: Poesía.


Hoy, a más de una semana de su muerte y con la mirada aún triste, me pongo a pensar en la música que queda a través de los años y en la vida que uno amasa a través de ella. Pienso en las noches con Caro, Charly, Javier, Simón, Farah y otros amigos con los que escuchar Spinetta era como escuchar a un ruiseñor galáctico en los momentos más irrepetibles de la vida. No conocí a Spinetta, es cierto, pero siento que sí.

Ahora El Flaco se convirtió en luz, en música, en poesía. Y lo único que me queda decir, es que la magia existe a 18 minutos del sol y que los nuevos músicos le deben un homenaje por tanta belleza y una fiel admiración (musical) que trasciende, como trascienden las verdades absolutas del Capitán Beto.

Gracias, Flaco. Gracias por adentrarte en mi ser. Gracias.

jueves, 9 de febrero de 2012

EL CENTRO (primera parte)

Columna publicada en Diario de Centro América.
Jueves 9 de febrero del 2012.
Reeditada.



Foto: Cine Lux
El Centro siempre fue uno de esos territorios que, a costa de comentarios ajenos y mal intencionados, fueron llenando mi cabeza de incógnitas y misterios desde que era un niño. El Parque Central, El Palacio, La Catedral, la Sexta, la 18 Calle, la Tipografía; eran sólo pistas de un mapa, ¿minado?, que recorrería años después para sorprenderme a mí mismo, al tiempo que iba descubriendo, poco a poco, uno de los lugares obligatorios en la Ciudad de Guatemala para todo antropólogo o sociólogo, que quiera entender la cultura de los últimos 40 años.

Las primeras experiencias que tengo en El Centro, son de noche, y van de la mano con las Semanas Santas que recorrimos junto a mi hermana y mis padres. Aún recuerdo un Jueves Santo en que me separé de mi hermana, y me perdí por varios minutos entre la multitud sedentariamente religiosa. Tendría unos 6 años, quizá. Creo que fue la primera vez que sentí impotencia. También recuerdo acompañar a mi madre a las joyerías del Portal de Comercio y a comprar estampitas de futbol frente al Cine Lux. La sexta avenida estaba invadida por cientos de vendedores y recorrerla en automóvil, era uno de esos lujos fortuitos de cada semáforo. Muchos años después, mi relación con El Centro adquirió otros matices. Muchos de estos recuerdos han dejado una estela de euforia que precisamente regresa cuando vuelvo a caminar sus calles o entro inequívocamente a esos antros que frecuentábamos por horas con los amigos entre vino y cervezas. Muchos de estos recuerdos, que vinieron años después, ya en mi adolescencia, están acoplados con la literatura, el arte, la amistad y una que otra novia. Eran los años noventa y, el grounge, predominaba la actitud desaliñada de toda mi generación, aunque les cueste aceptarlo.

El cambio de colegio a mitad de año, me regaló una de las cosas más bellas que jamás había conocido: Autonomía. Mis padres, me dejaban en el colegio por las mañanas y, por la tarde, cuando salía, la mayoría de las veces tomaba un bus que me llevara a la Bibioteca Nacional y de allí cualquier otro, el Metrobus o cualquiera que pasara por el Periférico rumbo a la San Carlos, para llegar a casa ya en horas de la noche. ¿Qué hacía en todo ese tiempo? Vagar, supongo. Afinar detalles. Construir opinión. Escribir en mi cuaderno de apuntes. Hilvanar toda una geometría sacada de una quimera.

Los días parecían eternos. Certeros. Impecables. El Centro era mi Dublín de Leopold y Stephen. El Centro era mi Praga de K. y mi París de Horacio y La Maga. Años después, pienso en el pasado y en lo inexperto que fui en muchos sentidos. El Centro ahora se presenta con sus lofts, sus hipsters, sus bares cool, sus orines de medianoche y sus muestras de cine centroamericano.

Ya es hora de conquistarlo de nuevo. Apoyemos la Muestra de Cine Actual que proyectará sus películas de manera gratuita en El Capitol. Felicidades al cine nacional. Aplaudamos esa iniciativa.

martes, 7 de febrero de 2012

LA TONA y sus rebotantes

Nota publicada en Diario de Centro América.
M
artes 7 de febrero del 2012.
Reeditada.



El último sábado de enero, la banda de rock guatemalteca La Tona, deleitó a cientos de seguidores que desde días atrás, esperaban con ansias el reencuentro de los músicos, que año con año, se reúnen para dejar en un show en vivo toda la energía que ya es parte de sus presentaciones habituales de producciones discográficas (El ojo, El rebotante y El mito de jade), las cuales fueron grabadas a mediados de los noventa, cuando el movimiento de rock nacional estaba en su estallido incipiente.

La Tona, junto a una lista de bandas nacionales muy respetadas de la escena local, eran la punta de lanza de un movimiento cultural que empezaba a gestarse, y que sin duda alguna, son ahora un referente para las nuevas generaciones de músicos guatemaltecos que continuamente refrescan el panorama de la música guatemalteca.

En este concierto, La Tona dejó muy claro que el rock nacional es sumamente intenso, aguerrido y que contiene matices propios de la cultura guatemalteca que lo hacen reconocible desde cualquier latitud del planeta. La cita del concierto fue en El Porvenir de Los Obreros, situado en el Centro Histórico de la ciudad capital. Tuvo un lleno total, que desde inicio a fin, se dio a la tarea de hacernos rebotar al ritmo del buen rock, muy característico de la banda liderada por Ernesto “Neco” Arredondo, quien dio inicio a la velada con unas palabras muy justas en su condición: «Ya son muchos años, y aquí estamos».


EL OJO QUE TODO LO RECUERDA

En 1994, aún en las filas del colegio, me gustaba escuchar la música que se producía en el país; en especial la de Primera Generación Records, liderada por Giacomo Buonafina, quien tuvo el coraje y la destreza de empezar a grabar bandas nacionales y a preparar una serie de compilados (en cinta magnética) que ahora son joyas de la música nacional, e inclusive, del istmo centroamericano. En ese entonces, bandas como Bohemia Suburbana, Viernes Verde, Fábulas Áticas, Tiananmen, Radio Viejo, Inconsciente Colectivo, entre otras; eran las bandas que se grababan dentro del estudio, ubicado cerca de la Diagonal 6 de la ciudad capital, en donde estuve varias veces, siendo testigo de la movida del rock nacional mientras conversaba con algunos de sus exponentes sobre música o arte. En ese entonces, no tenía ni idea que conocería a los queridos integrantes de La Tona, quienes años después, se convertirían en uno de los referentes musicales más importantes de mi generación.

A los queridos, los fui conociendo de «a poquitos» y en distintas circunstancias.

El primero con quien conversé fue con Neco, a quien conocí en el proyecto de arte Casa Bizarra en el año 1996. Con Neco platicamos de música, poesía y el Popol Vuh. Este último, un detalle muy característico en toda la imaginería musical de la banda, que se resume a la cosmología Maya, su fascinación y su entorno. Para ese entonces, el arte y la literatura estaban en un estallido generacional invaluable. Eran los años noventa. La supuesta paz estaba a la vuelta de la esquina, y la escena de arte guatemalteco crecía enormemente, gracias a los efectos de festivales como Libertad de Expresión ¡Ya! y otros fenómenos de trascendencia, que sin duda, fueron necesarios para el crecimiento de muchos de los movimientos culturales que sucedieron tiempo después: Octubre Azul, Colloquia, Festival del Centro Histórico, Caja Lúdica, entre otros.

Un sábado, recuerdo, tomamos camino hacia la TGW para un concierto que La Tona daría por la noche. Los conciertos de esa época se daban en diferentes lugares: La Caseta, Blue Moon, La Boheme, Teatro al aire libre, Pie de Lana y la Bodeguita del Centro. Me acompañaban dos amigos artistas, con quienes nos reuníamos en Café Oro, otro de esos antros culturales que dejaron su estela cultural inevitable a lo largo de estos últimos 15 años de arte guatemalteco. Recuerdo que al concierto llegamos unas treinta personas, no más, no menos. Empezó tarde, entre una danza al ritmo del tun y la chirimía, vertiente musical maya que La Tona incorpora en su música de una manera fabulosa. Luego hubo poesía recitada entre canciones. De esas treinta personas que estábamos en el concierto de la TGW, cuatro eran de la banda y otras diez de organización. Así, entre amigos y un ambiente relajado, conocí a Germánico (Barrios), el guitarrista y genio de algunos de los acordes más memorables del rock nacional. Nuestra plática giró entorno a música y más música.

Todo esto, me llevó a coincidir con Alexis (Cerezo), el baterista de la banda.

Con él coincidimos por un amigo en común: Simón Pedroza, poeta y editor, quien era compañero de casa de Alexis, con quien conversamos en alguna cena sobre Luis Alberto Spinetta y música argentina. Curiosamente, Alexis vive ahora en Buenos Aires. Conversando con él, sentí que podía platicar sobre uno de mis músicos favoritos de todos los tiempos, además de excelente compositor y grandioso artista de la palabra, como lo es “El Flaco”. Su melodía y cambios de ritmos, son palpables en mucha de la música que La Tona ejecuta, aunque difiere mucho de distorsiones, velocidad y compases. La batería de Alexis, es sin dudas, el espíritu de la banda en vivo.

Para todo esto, ya había conocido a tres de los músicos y en el camino faltaba Mario (Flores), el bajista.

A Mario lo conocí al escuchar uno de los proyectos musicales que más me han conmovido. Esto fue alrededor del 2001, en El Gravoche, una galería bar que abrió sus puertas alrededor del año 2000 y cerró en un abrir y cerrar de ojos. El proyecto se titulaba Cuatro brothers y una sister, donde Mario acompañaba a excelentes músicos, entre ellos el productor argentino Leo Carro y Claudia Armas, vocalista excepcional de la movida musical guatemalteca, esposa de otro querido: Maurice Echeverría, amigo escritor de la vieja guardia.

Así, en ese ambiente bohemio y musical, platicamos con Mario durante algún momento. Una década después, volvimos a coincidir con Mario y recordamos instantes de esas sesiones memorables de música fusión. Qué lástima que no se pudo recuperar nada del material hecho en vivo. Era una delicia de triphop mezclado con otras grandes influencias (Radiohead, Massive Attack, Portishead, Brian Eno) y un poco de drum 'n bass.

Ahora, regresemos al concierto.


EL REGRESO DE XIBALBÁ

En los últimos dos años consecutivos, La Tona ha dado un concierto a inicios de año. Supongo, que es una especie de ceremonia para empezar cada año con una buena sacudida al ritmo del buen rock. Para este año, el concierto estaba pautado en redes sociales desde diciembre pasado, por lo que la emoción y la ansiedad crecían de inmediato en todos los fans y amigos de la banda. Desde pautada la fecha, me propuse asistir, ya que no pude asistir a los últimos dos conciertos que la banda preparó los últimos dos años. Andaba fuera de Guate.

Ya una semana antes, el amigo poeta Alejandro Marré me había comentado que leería alguno de sus textos junto al querido Simón Pedroza durante un intermedio poético del concierto, algo que La Tona ejecuta de manera continúa desde que tocan en vivo. Me pareció genial, y me alisté para ir al toque.

Así, llegamos a la prueba de sonido a las cuatro de la tarde. El ambiente sobre la avenida y calles aledañas, se sentía fabuloso. Un halo de adrenalina me subió al pecho cuando vi muchísimas personas haciendo fila con sus camisetas negras, desde horas antes. Me emocioné. Volví a sentir la rabia contenida de los noventas. La adrenalina, el rush, la rabia lírica. En un momento logré ver a más de cien personas afuera del recinto. Neco nos fue a recibir a la puerta y entramos. El salón vacío, excepto por los organizadores y sonidistas. La banda en el escenario tocando con toda la euforia y precisión del caso. Me sentí en un concierto privado, como en la TGW, hace 10 años. Terminó la prueba y saludé al resto de la banda. Platicamos un rato, nos reímos, fue emotivo. Después nos retiramos del lugar con Alejandro y salimos directo a comprar cerveza. Conversamos sobre los toques memorables: La Bodeguita del Centro, La Plaza de Toros, etc. Después regresamos horas más tarde para escuchar canciones de El Rebotante y El Ojo. Parecía un presagio de cosas buenas.

Marcadas las ocho, el salón estaba con un lleno total, y afuera, más de cien personas esperaban ingresar. Saludé a algunos conocidos e ingresé al concierto. Me sorprendió ver la marea de camisetas negras bajo el escenario. Canciones de Caifanes y Soda Stereo salían imprecisas de los amplificadores. La gente iba de un lado a otro coreando las canciones. Una ola de calor humano me alcanzaba. Dieron las 8:30 y aparecieron los primeros acordes de la banda. Gritos. Euforia. Sobresaltos. Sudor. Más gritos. Afonía.

 No hay duda que en Guatemala, la música es un alivio refrescante que congrega edades y géneros distintos en un solo lugar; conservando así, toda una amalgama de ideas políticas, religiosas o culturales. En este sentido, los conciertos de rock son una de las piedras angulares para apreciar el tema de la armonía y la diversidad cultural. Eso fue lo primero que percibí del concierto. La locación. La energía. El escenario. La empatía. Lo último que pude percibir  fue la armonía con la que muchos nos entendemos en un concierto. Abrazos en silencio, después de los acordes entrelazados. La furia poética. La emoción. Los aplausos. El baile. La sensación. Algo que sólo se puede sentir después de ir a conciertos nacionales luego de más de quince años.

Para resumir: La Tona nos deleitó a lo largo de casi tres horas de concierto. Rock clásico, sicodélico, veloz, sólido y poderoso. Tocaron las clásicas, las conocidas, las que todos nos sabemos: La mujer del cuadro, El ojo, Días gemelos, Interna-externa, Hansel y Gretel, Ángeles sin luz, Antares, Tanto que no sabes y para terminar, la más coreada y esperada de todas: Selene.

No hay duda que La Tona tiene fuerza para rato.

 El concierto fue memorable. El sonido falló un poco pero no importó. La energía del público, con quienes coreamos de principio a fin el repertorio de canciones de la banda sacudió los imprevistos. Por lo mismo, esperaré con ansias un próximo concierto, y quizá, un nuevo material discográfico para incorporarlo a mis archivos melancólico-digitales.

Si bien el pasado comienza ahora, La Tona es un motor que mueve montañas y camisetas negras desde hace más de quince años. Como bien lo dijo Neco en algún momento del concierto: «Mañana seremos estrellas, polvo de estrellas… yo quiero ser un cometa».

En mi caso, yo quiero ir al próximo concierto de La Tona. Ya lo estoy esperando con ansias.




Germánico en pleno solo de guitarra

La banda en plena acción

Lleno total

La euforia de Neco

Mística y armonía

Carisma y poesía

Celebración

Alejandro Marré leyendo poesía


jueves, 2 de febrero de 2012

LA MÚSICA y los platillos voladores

Columna publicada en Diario de Centro América.
Jueves 2 de febrero del 2012.
Reeditada.



Foto: Bill Evans Trio
La música siempre ha sido una especie de sustento diario en mi vida y un neceser poético que rara vez omito de mi cotidianidad. Una herramienta, en todo caso, que me permite acercarme a "lo sensorial" y a "lo fantástico".

Ahora mismo, por ejemplo, escucho un trío de jazz. En los audífonos repica Bill Evans, un jazzista norteamericano que tocó piano de una manera asombrosa. Evans falleció el año en que nací. Evans nos dejó obras maestras. El disco que escucho se titula Portrait in jazz, uno de mis favoritos de todos los tiempos. Un clásico del jazz. Uno de esos discos que uno pone en el reproductor cuando quiere alejarse del mundo y, necesita un espacio para uno solito: Sin jefe pidiendo documentos y horas extras, sin güiros gritando en la sala, sin deudas por pagar a fin de mes, sin tareas domésticas pendientes, sin tráfico de dos horas, sin chunches que cargar para llevar al encargado, sin llamadas que hacer antes de la hora límite, sin problemas que resolver antes de que todo explote, sin documentos que falsear para que te entreguen la VISA y sin complicaciones verbales con la pareja. En fin, todos necesitamos eso. Un descanso musical donde el trajín cotidiano desaparezca y la vida parezca mucho más tranquila. O al menos, más productiva.

Esa paz, al menos yo, la encontré en la música; que es mi almohada favorita para dormir a los demonios internos que me habitan. Supongo que encontré en ella ese alivio inmediato, algo así como un efervescente para calmar los malestares del aburrimiento. En ese sentido, creo que todos deberíamos de dedicarle horas al silencio, que también es música. Pero hablando de canciones, les recomiendo rodearse de mucha.

En mi caso, desde muy pequeño, crecí rodeado con estímulos sonoros. Mi vida es demasiado musical y, a lo contrario de lo que muchos piensan, nunca estudié en el Conservatorio de Música aunque me hubiese encantado. Lo que sí, es que crecí rodeado de música a consecuencia de mis abuelos, a quienes visitábamos todos los domingos con mis padres y, encontrábamos, sumidos en su marimbero dominical que emanaba de los casetes Dideca y en la mayoría de los casos, de sus longplays que eran como joyas ancestrales sacados de no sé donde.

Mi abuelo, era el encargado de colocar en el reproductor los acetatos negros, esos objetos extraños que parecían platillos voladores provenientes de otro planeta. Muchos años después, descubrí que lo que escuchábamos eran valses, cumbias y zarabandas; interpretadas desde una tornamesa marca Toshiba, que recuerdo muy bien por su nombre extraterrestre. Años después, también descubrí que Toshiba era una marca japonesa que tuvo gran éxito en los años ochenta.

Ahora, que ya no venden tornamesas ni caseteras, me pregunto: ¿Serán los japoneses seres extraterrestres? ¿Cómo será la cumbia japonesa? ¿Llevaremos #LosMiércolesDeCumbia a Marte?