jueves, 29 de marzo de 2012

LOS TELÉFONOS celulares

Columna publicada en Diario de Centro América.
Jueves 29 de marzo del 2012.
Reeditada.


Foto: Celulares viejos
Mi primer teléfono celular fue un armatoste de gaucho barato y plástico rugoso color negro. Parecía un ladrillo más o menos moldeado, con una pantalla minúscula de la que parecían salir por arte de magia: una luz verde-amarilla y unos píxeles yuxtapuestos, los cuales formaban en conjunto caracteres grises, que más o menos se entendían, a no ser porque te sabías de memoria los nombres y los números que tenías allí guardados; que eran como cinco, sí llegabas a mucho. De eso habrán pasado más de diez años.

El susodicho tenía la capacidad de guardar treinta números telefónicos, cinco tonos distintos y un juego de serpiente que cada vez que se comía la cola; hacía que el teléfono vibrara como si fuera el Fin del Mundo. Hasta que un día, después de haberle entrado agua, caer de varios segundos pisos y haberle pasado la llanta de un carro encima, quedó inservible. Pobre teléfono. Cada vez que alguno –de mis dos únicos amigos– me llamaba, el aparato mezclaba sonidos y la pantalla medio rota parecía desarmarse por completo. Pobre Nokia, si todavía lo usara en estos tiempos sería el hazmerreír de mi cuenta de Twitter, y todos mis amigos de Facebook lo comentarían en sus estatus.

Después del horrendo accidente de la llanta, pasaron unos meses y mis padres decidieron comprarme un aparato más moderno. Un Motorola con antena extendible, de esos pequeñísimos que cabían en el bolsillo de la camisa y la pantalla se iluminaba toda en color naranja. Recuerdo que los celulares en esa época eran excesivamente caros, pero "valía la pena mantenerse comunicado" en un país en el que no sabés si vas a estar vivo al día siguiente. Allí empieza la primera regla del uso de celulares en todo adolescente que tuvo uno a finales de los noventa: "El celular es sólo para emergencias". La segunda regla: "No vayás a hacer llamadas de larga distancia, ¡o te lo quitamos!".

Durante esta década, he tenido aparatos de todo tipo y toda marca. La mayoría me los han robado a punta de pistola y otros, los menos, han quedado inservibles para la mayoría de usos que necesito a diario, entiéndase: Facebook, Twitter, Gmail, Whatsapp, etc. Pasar un día sin revisar mi agenda o enviar un correo desde mi celular, me parece imposible.

En todo caso, estos ya forman parte de nuestra vida diaria y no hay vuelta de hoja. La posmodernidad se disipó hace muchísimo tiempo y aunque sólo haya pasado una década, no queda otra salida más que adaptarse y abrir la cuenta de Twitter para postear microrelatos y pedir Likes en tus fotos, a los amigos que viven del otro lado del charco.

"Quien no tenga Internet Ilimitado en su aparato, será visto feo y será expulsado de las redes sociales de inmediato". Ese es el primer mandamiento.

El segundo: "Ama a tu celular como a tí mismo".



El tercero: "Postea, luego existes".

jueves, 22 de marzo de 2012

EL ARTE y sus pérdidas

Columna publicada en Diario de Centro América.
Jueves 22 de marzo del 2012.
Reeditada.



Foto: Bohemia Suburbana en los 90's
Durante los últimos meses he entrevistado a artistas de distintas disciplinas. Ha sido un ejercicio enriquecedor, una especie de retroalimentación favorable para este andén rutinario en el cual la mayoría de guatemaltecos vivimos desapercibidamente. Es decir, sin darnos cuenta. O en otras palabras, como diría Fuguet: "Vivimos ultimando el presente". Al final es eso, no tenemos otra opción más que vivir de prisa, es mejor así; a vivir especulando no se cuanta cantidad de conjeturas imposibles que no se desarrollarán más que en nuestros sueños más pálidos e insignificantes.

Una de las cosas que más me sorprende, es que la gran mayoría de estas personas que se dedican al arte, están comprometidas al 100% con su obra, y además, consideran que un país sin intervención artística (crítica y objetiva) sería una gran pérdida. En ese sentido, el arte es un engranaje indispensable en nuestro presente, que también es incendio, que también es quimera. Eso me hace pensar en la capacidad que muchos artistas tienen y que aún no ha sido reconocida.

Hace quince años tuve mi primer encuentro con el arte guatemalteco. Hablo de un encuentro cercano, algo tangible, no una especie de acercamiento espiritual y esotérico del cual no puedo hablar por su exagerado misticismo. Hablo de un encuentro palpable. Eran los años noventa y coincidí con un grupo de artistas que compartían de manera desinteresada un espacio y las ganas de decir lo que no se había dicho. Este colectivo se llamaba Casa Bizarra, y entre ellos habían pintores, músicos y poetas que abrieron las puertas al arte guatemalteco actual. Eran finales de siglo y todo parecía, de alguna manera: perdido.

Quince años después, le hago a usted una pregunta: ¿Qué pierde un país sin arte? Por favor, no me responda que nada.

jueves, 15 de marzo de 2012

TERRITORIO: Jazz

Columna publicada en Diario de Centro América.
Jueves 15 de marzo del 2012.
Reeditada.



Foto: Erik Truffaz
El jazz lo conocí por mi padre, digamos que por equivocación. Lo mismo me sucedió con la literatura, aunque ésta, en el fondo, siento que me llamaba desde su tosca librera del estudio. En silencio me recitaba fragmentos del Espejo de Lida Sal de Miguel Ángel Asturias y yo, involuntariamente, fui cediendo a sus pleonasmos y a sus pragmatismos literarios. Como a todo niño, me gustaba andar merodeando por los confines más insólitos de la casa. Esa fue mi debilidad. Mi arista más áspera, más defectuosa.

En todo caso, como niño inquieto que fui, hice de muchos rincones de mi casa de infancia un refugio, un parque de juegos, una trinchera aficionada. Era divertido andar hilvanando historias entre el primer y segundo piso de la casa, husmeando a mi madre que cocinaba milanesas en la cocina; subiendo y bajando las escaleras de madera, recorriendo las habitaciones junto a mi bolsa de Hot Wheels de todos los colores posibles o mi eterno Tonka amarillo, que destruí años después en un cueterío loco de finales de año. En fin, habían días en los que me escondía debajo del escritorio de mi padre y me hacía pasar por un General de Brigada; tomaba el teléfono de marcar, uno de esos aparatos rústicos ochenteros, color mostaza chinto y, le daba vueltas al disco suponiendo hablar con los espías que estaban a mi cargo, para que me informaran sobre la situación de esos países y confines que sólo en mi cabeza existían.

En una de esas tantas veces, descubrí el equipo componente que mi padre cuidaba con harto esmero: un enormísimo aparato color aluminio, con pantallas de luz que tenían agujas que al encenderse iban de un lado a otro. Tenía dos bocinas enormes, colocadas en los extremos opuestos del estudio. Era una belleza. Lo más semejante a un objeto espacial. La marca era Technics y estaba equipado con casetera, radio y no recuerdo qué más funciones. Junto al enorme aparato, habían unas gavetas y una infinidad de cintas magnéticas dentro. Yo no podía entender cómo unos especialistas podían meter sonidos, voces y demás instrumentos dentro de esos pequeños objetos. Mi padre tenía muchísimos, entre ellos, habían unos que tenían impresa la palabra: JAZZ. Una palabra que me apetecía por su resonancia en mi cabeza y que, tarde o temprano, terminaría por fascinarme y cambiarme la vida.

Así fue como conocí el jazz, por equivocación.

Los cassettes de Astrud Gilberto, Carlos Antonio Jobim y Stan Getz fueron mis primeros referentes. Luego vinieron Coltrane, Monk, Evans, Parker, Gillespie, Fitzgerald, Simone, Davis y tantos otros. En algún momento pude asistir al Festival de Jazz de Montreal y también, le he seguido la pista al festival que el IGA ha realizado durante doce años ininterrumpidamente.

Se los recomiendo. Asistan a todos los conciertos que puedan. Son gratuitos. Yo no me he perdido ninguno y la agenda continúa. El otro día estuve platicando con Erik Truffaz y hasta pensé que había sido un sueño.

jueves, 8 de marzo de 2012

EL DOLOR

Columna censurada por Diario de Centro América.
Publicada en libro SPAM (2012, 2013).

Reeditada.



FOTO: Regina José Galindo
en varios de sus performances
El dolor respira sentado, como un niño moribundo y salvaje, viendo sigilosamente a través de todas las ventanillas de un autobús. El dolor, que también acecha en los barrios más pobres y deja que una madre, vea la muerte, a través de los ojos de su hijo desnutrido. El dolor, ese que también se nutre de odio tras las rejas y al lado de una mujer que ha sido condenada a muerte y no sabe qué decir. El dolor. El eterno dolor de los familiares de un desaparecido. El dolor efímero que siente un paria que alguna vez lo tuvo todo. El dolor de un primerizo que ve como su primer sueldo se le escapa de las manos en una ronda de blackjack. El dolor de una despedida, el dolor de una separación. El dolor que gime testarudo en los pianos de Chopin y en la voz de El Buki y Thom Yorke. El dolor, ese amigo del cual fuimos muy cercanos y nos susurra al oído: "aquí estoy, nunca me he ido, vengo por tí". El dolor.

 
Una bala vuela rencorosa y traviesa al ritmo de Shakira en una fiesta de pueblo. La bala busca, inevitablemente, una superficie donde descansar. Del otro lado de la fiesta, cae al suelo Juliana, la hija del Alcalde. Cae herida y liviana como una hoja dolorosa desde la cima de un árbol. La bala perdida, fue producto de una apuesta entre dos chicos que ahora manejan la venta de drogas del pueblo. Don Justo, el narco, les dio las escuadras como regalito de navidad. A Don Justo no le gusta que sus patojos anden desarmados por ahí. Le dolería mucho perder algunos gramos. Hoy, Don Justo anda de viaje por la frontera, trayendo unos paquetes, aún no se ha enterado del asunto de Juliana en el hospital. A Juliana, sin embargo, le duele todo, siente un ardor en la panza y le duelen los ojos de tanto llorar. Sus papás no saben qué hacer. El hospital es muy caro para tenerla más de un día. En otro país eso sería lo más justo: sacarle la bala y dejarla descansar. Al final, entre transas y mordidas, le sacan la bala por autorización de su tío, quien ya está pensando en venganza. Él siente una picazón en las manos, hace conjeturas, sabe que no podrá hacer nada. La justicia es algo que no nace con nosotros y por más que la busquemos, nunca la veremos sonreír. Él sabe, que la justicia no está de su lado y aunque sostenga un arma en sus manos, la justicia se le escapará como arena triste. Él sabe que a pesar de todo, no tiene poder ni audoridad. Siente impotencia, rabia, dolor. Mientras tanto, una de las dos escuadras permanece escondida, seguramente bajo una piedra o entre los matorrales de uno de los senderos que conducen al pozo del pueblo. La noticia le llega a uno de los dos chicos y éste, sin dudarlo, sabe que la bala es de su "escuadrita de juguete". Decide esconderla. Días después, Bertita de doce años la encuentra, mientras juega a las escondidas con su hermanito Julián. A Julián le duelen los pulmones de vez en cuando, sobre todo cuando corre para buscar a su hermana mayor. Hilda, la mamá, no sabe qué es lo que tiene Julián. Los doctores no saben qué decirle, sólo le dicen que es cuestión de tiempo porque no hay presupuesto. Hilda llora en silencio. Le duele no poder ver a su Juliancito llegar a la escuela y hacerse todo un hombre eso sería lo justo. Mientras tanto, el día es caluroso, y Hilda los encuentra jugando con el arma y le pregunta a Bertita qué dónde la encontró. Bertita sólo balbucea, no sabe qué decir. Hilda le quita la pistola de las manos y se la lleva a la casa. La esconde. Piensa que en una de las tanta veces en que Rogelio, su esposo borracho, la golpee y la toque; sacará de una vez por todas el cuete y le meterá un solo balazo. Eso es lo justo.

Sabe que esa pistola, que le llegó como "anillo al dedo", la librará de todos sus males y sabe, también, que esa bala es una señal de que Dios y la justicia existe. Por eso reza, en silencio, aunque le duela el alma.

jueves, 1 de marzo de 2012

LAS PREGUNTAS y las respuestas

Columna publicada en Diario de Centro América.
Jueves 1 de marzo del 2012.
Reeditada.




Foto: The Beatles en performance
Mi vida siempre ha estado acompañada de accidentes y de sortilegios sublimes. Un día, por ejemplo, hace muchos años, alguien se me acercó y me cuestionó sobre lo qué iba a hacer por el resto de mi vida. No fueron mis padres, que incluso en algún momento también lo hicieron. Si no fue este personaje, del cual no recuerdo su nombre marxista, pero lo ubico por rostro y contexto: Pelo largo y tatuado, al igual que yo en esos años. Luego de preguntarme, yo le respondí como buen amateur que soy y siempre he sido: "No lo sé, querido, pero que venga lo que venga, al final todo en la vida es un regalo".

Muchos años después me pongo a pensar en esa respuesta tan obtusa, prematura y adolescente de mi parte, sobre lo que hice y rehíce con mi vida, pero también con lo que he intentado hacer o quiero hacer en un futuro cercano o lejano. Al final el dividendo se resume a algo tan práctico y humano, talvez poético: Soy feliz.

Sí, soy feliz. Soy muy feliz haciendo lo que me apasiona hacer. Mi vida es la literatura, la gastronomía y el arte en todas sus aristas. Pero al final de todo, como siempre pasa, me quedo pensado en que el lenguaje es sumamente engañoso, y mucho, sobre todo cuando se trata de decir lo que uno realmente quiere decir.

Octavio Paz hablaba de que el lenguaje es una situación arbitraria en nuestras circunstancias. Es cierto. Yo no sé por qué razón nací en este país, doloroso e incierto, pero sí sé que de no haber nacido en este país, que amo y odio, no sería lo que soy en este presente. La vida es paradójica, tierna e inverosímil; así lo escribí en alguno de mis libros. Nada está perdido cuando se trata de volver al rumbo de lo que anhelamos. Lo que mueve al mundo, e incluso a mis propias emociones, ya lo dijeron los Beatles. Sí, es el amor. No un amor cursi. No un amor idiota, obsesivo, estúpido y comercial. No un amor de tarjetita de Wallmart o La Bodegona. No un amor cansado e inútil. Hablo de un amor que nace desde nosotros mismos, desde el fondo de nuestro ser. Por ejemplo, cuando leemos los titulares del diario y queremos "francotirar" a las bestias que asesinan a nuestra gente; eso es amor. Quizá sea un amor violento, pero es amor por nuestros ideales de libertad y complicidad.

La libertad es algo que se devaluó en discurso, pero que al final nos hace ser felices y por consecuencia, libres. Libres de caminar donde queremos caminar y hacer lo que se nos antoja. En mi caso, yo "francotiro" regularmente desde mi prosa poética. La poesía ha sido para mí una herramienta, con la que interactúo en mi microcosmos, ése que al final de cuentas me hace feliz y punto.

Por eso me pregunto, ¿será cada palabra una celebración? ¿Será realmente conveniente preguntar "cómo estás" y responder "bien", "aquí", "jalando la carreta"? ¿Qué carreta jalamos? ¿Existe el "masomenos"?