Columna quincenal publicada en Esquisses.
Viernes 17 de enero del 2014.
Reeditada
Apuntes sobre un concierto de La Tona
A lo largo de la historia del rock nacional, hay una sola arista, un engranaje primario en donde la poesía y la música se aproximan hasta diluirse en un mar de melenas, grunge-punk, estridencia y batacazos. Esa arista es La Tona, y nada más que La Tona (los queridos Neco, Alexis, Mario y Germánico). Pero, ¿qué más añadir a un concierto que ya fue reseñado y documentado por medios y redes sociales en vastas galerías de fotos y previsores canales de videos que atesoran la memoria? ¿Qué adjetivos añadirle, a este ritual de inmersión, en el que muchos nos adentramos sin precaución ni olvido? ¿Qué más decir? ¿Qué anécdotas contar, qué crónicas, qué poemas, qué reseñas? ¿Con qué palabras retener la atención del lector y condecorarlo, en todo caso, con un halo místico y sonoro? ¿Con qué símbolos lingüísticos y qué figuras retóricas avanzar hacia el trance melódico?
La vedad, no lo sé. Las imágenes hablan por sí solas, y todo lo queda es silencio, sí, eso que invade las ranuras de la memoria irrebatible, eso que vuelve y nos abandona tiernamente con sus tentáculos seductores y distantes. Eso, justamente es lo indescifrable. Lo sensorial. Lo intuitivo. Ese silencio de la «poesía etérea», como diría el buen Simón a medio concierto y a mediados de los noventa. Poesía obstinada, que solamente aquí, y ahora, en este presente lleno de tinieblas, nos remite al poder que tiene la palabra como herramienta y sinalefa. Es decir: de unión, de vínculo, de amalgama con lo más brillante de nuestra existencia: el arte.
Pero, ¿y el concierto? Lleno de adjetivos. Buenos y mejores. Más de dos horas de rebelión y taquicardia y alboroto. Consignas, recuerdos, pura energía y frío solapado con cervezas de por medio. Tres generaciones reunidas en una danza espeluznante contra la marea de la indiferencia y los sinsabores cotidianos. Sí, tres generaciones: Los viejos, los nuevos, los más nuevos. ¿Y las canciones? Las de siempre. Las coreadas. Las meticulosas. Las ansiadas. Las enérgicas. ¿El lugar? Una catedral abarrotada de «camisetas negras» y otros percances fuera de lugar, arritmia y contratiempo. Una amontonazón, en todo caso, rebotando con furia y al unísono, como saltamontes eléctricos en una canción de Sex Pistols o The Misfits. ¿Y el público? Conciso. Estridente. Macizo. Nada reticente y fuera de este mundo. ¿El sonido? Particular y potente. ¿Los precios? Los justos. Los irrebatibles. ¿Y el after? Inevitable.
A lxs que fueron y no fueron: Disfruten las imágenes de Esquisses (Neco leyendo), que son mucho mejores que las mías (collage con amigos).
A lxs que disfrutamos de ese concierto memorable, acá mis últimas palabras para describirlo. Seis, para ser breve: «Una ceremonia. Un ritual. Un alarido». Sí, un ritual entre amigos, pero con harto público de fondo.
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