Los trece apóstoles de la música,
la taramusa sensorial y sus tres descendientes atemporales
Escribir un poema desde The Cure y que viaje hasta Pink Floyd. Lapidar los estruendos fonéticos de Robert Plant, y convertirlos, después de milenarias pulsiones, en falsettos desde Thom Yorke. Vertebrar su risa, su mediana risa. Atravesar el andén melódico que es todo su esqueleto. Succionar la médula y entrepelar los ruidos absorbidos por su masa teórica. Hacer explotar la rabia, el viaje, la fulminante dinamita que lo enciende todo en rojo profundo. Magenta viscoso. Ternura carmesí.
Triángulos, gestos, distorsiones. Figuras geométricas expandiéndose hacia un centro luminoso. El alba, el despertar, el poema trémulo y flácido: The Horrors, A Flock of Seagulls, King Crimson, Zappa, The Flaming Lips.
Después de un momento, que es todos y es ninguno, el umbral se abre y el poema –que ahora es «Hearts on fire» de Cut Copy o «Bela Lugosi’s dead» de Bauhaus– vuelve a oscilar hacia la nada. Una muchacha, de mirada parecida a Björk o Siouxsie Sioux, me observa desnuda y con la piel hecha caleidoscopio. De su Svadhisthana brota un germen, un líquido hermoso muy parecido a la luz o a la lava. La habitación es infinita, como un cuadro de Miró o Remedios Varo, pintado por el vaivén del mar y texturizado por fonemas o tertulias hechas pájaro.
Un rizoma, pálido-verduzco, murmulla equidistancias desde la profundidad del búnker alado. La noche ya no es noche. El día es un mantra de abejas meditabundas. Burbujas sinfónicas. Arenas movedizas. Celajes crujientes. Dedos locos. Tibia miel.
Después de un «Ummagumma» silábico todo cesa. Y la muchacha, que ahora es una viruta y una golondrina, se acerca como una sombra milenaria hacia mi costa empedernida, pero transformada en agua, en espuma, en «Carabelas nada», en «Que ves el cielo», en «No cars go».
Del universo de ese instante, doce supernovas trepidantes van surcando un mandala lumínico y espeso, iluminado hasta ahora por los cientos de galaxias contenidas en el eclipse de mi mano. David Bowie, Lou Reed y Jimi Hendrix parecen difuminarse en la serenidad del celaje cósmico; de donde un sol, gemelo y taciturno, rompe en cuatro porciones simétricas hasta alcanzar un nirvana diminuto. John Lennon, Roger Waters, Joe Strummer y Johnny Rotten, que viajan en tuctucs brillantes, parecen sumergirse en una especie de trance ecuménico junto a Ian Curtis y Spinetta, quien acaba de irradiar cien estalactitas de años luz por la boca.
Van todos de la mano, encriptados como una propulsión cuántica y deliciosa. Kurt Cobain los guía, al ritmo del tambor epiléptico de Jim Morrison, quien recita poemas de Bob Dylan en donde el tiempo se agota y duerme como un querubín amontonado bajo mi brazo. Elvis sólo ríe.
Las explosiones no tardan en llegar como un tsunami. Los fuegos artificiales de la conciencia, los malos covers y los fogonazos de Alprazolam o Rivotril se disipan como una burbuja de asombros en el aire. La paz estalla como un oasis dulce, bengala silenciosa, meditación sumérica, naranja con pepitoria, helado de mandarina, brebaje tremendo dosificado a cuentagotas del tamaño de todos los astros del universo.
A lo lejos, mientras la partitura parece reinventarse a cargo de las veinticuatro manos maestras y las cuarentaiocho cuerdas vocales sacras; una mujer, hecha poema y sexo y rabia abre las piernas, suelta una plegaria orgásmica que alcanza a todos los valles y rincones del planeta. Viste una camiseta rota de Ramones y baila al ritmo de su orgasmo.
Los trece maestros la observan, lacerándose los ojos de una paz atribuida al poema de sus pechos. Patti Smith, su nombre, quien sostiene un Santo Grial con la mano y lo levanta en honor a toda su descendencia.
Doce milenios pasan sin que nos demos cuenta; y desde el fondo de una Kombi interespacial, sentado en el asiento trasero, un pajarito canta y se llama Bob Marley. Su voz es una ventizca deliciosa que todo lo inunda. Lo acompañan dos pajaritos peludos en barbitúricos o en contemplación divina: James Murphy, quien habla solo. James Brown, el callado. Al cabo de unos instantes, que podrían durar meses o semanas, los pajaritos salen de su letargo y encienden un cigarro, del que podría decirse, contiene todos los aromas y risas y silencios del universo. Este es solo el inicio de la historia. El resto es solo ciencia, y terabites, y sueños, y digitalidades.
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