jueves, 26 de enero de 2012

ANOTACIONES sobre la felicidad

Columna publicada en Diario de Centro América y en libro SPAM, (2012, 2013)
Jueves 26 de enero del 2012.
Reeditada.



Foto: Joan Miró
Vivir es un ejercicio que sabemos de memoria. Una ecuación gastada y deshilachada de ocho a cinco. Una fórmula cotidiana que nos aburre pero nos encanta. Vivir, al fin de cuentas, es una interrogación constante. Una costumbre eterna y regañona. Un viaje que no conduce a nada, excepto a la muerte. En mi opinión, no sabemos nada del futuro y lo único que tenemos, en este presente también incierto, es un costal lleno con babosadas del pasado y una larga lista con pendientes que a lo mejor, nunca alcanzaremos.

Vivir es complicado, no nos demos casaca.
Vivir nunca ha sido algo fácil, pero es que la facilidad y la felicidad son dos cuentas bancarias que nunca heredamos para nuestra dicha diaria. Al final, estas son dos palabras parecidas que están muy distantes de significar lo mismo. La felicidad, en todo caso, debería ser algo más relevante, y no un electrodoméstico que se ve reluciente a través de una vitrina o un celular con diseño ergonómico, que selecciona canciones al azar desde las redes sociales y balbucea sonidos que matan mosquitos.

No. La felicidad debería de ser mucho más que eso. Por eso uno busca felicidades inmediatas, breves y menos complicadas que se adapten a nuestras realidades. Yo, personalmente, encuentro felicidad en las cosas simples. Esto es algo muy literal, partiendo de lo que decía Borges sobre la felicidad, que al final se rige por instantes y punto. En los instantes habita la verdadera esencia de la felicidad. Y ésta, no tiene misterio.

Yo soy feliz, por ejemplo: Cuando escribo. También soy feliz cuando hablo de literatura, cuando cocino, cuando veo placer en las miradas ajenas. Soy feliz cuando escucho música, cuando conozco gente, cuando leo, cuando converso con un niño, cuando aprendo cosas nuevas, cuando creo vínculos con personas desconocidas, cuando monto una bicicleta, cuando veo el mar, cuando viajo, cuando saboreo un helado, cuando converso con mi abuelo, cuando veo una pintura de Tún o Miró, cuando doy un beso, cuando leo esas frasecitas Zen que son tan obvias. En fin, soy feliz en pequeñas dosis diarias. Cotidianidad que me parece tan poética, porque el universo es de cada quien y cada quien lo asimila como se le antoje. Para mí, la poesía es esto: "Un zumbido etéreo que lo habita todo". Así lo escribí en algún libro.

Por eso mismo, todo es "poesible", como mencionaban de mí el pasado domingo en una entrevista literaria. Y es que es cierto, todo es "poesible". Todo depende de cómo queramos verlo. La poesía es para mí lo que la madera es para un carpintero o la economía para un financista. Pero bueno, no nos pongamos aburridos, que ya tenemos suficiente con la Ley SOPA.

Mejor pregúntese a sí mismo: ¿Soy feliz con lo que estoy haciendo?

jueves, 19 de enero de 2012

POR AQUELLO de la ciclovía

Columna publicada en Diario de Centro América y en libro SPAM (2012, 2013).
Jueves 19 de enero del 2012.
Reeditada.


Foto: Bicicleta californiana
No sé ustedes, pero hasta hace más de un mes, no tomaba el timón de una bicicleta para recorrer la ciudad con el frenesí con que nos conducíamos de güiros, a cualquier hora, sobre las calles del barrio o el condominio; mientras sentíamos el viento golpear nuestros sueños, nuestras tibias inocencias, nuestras vacaciones eternas, nuestras tardes sin cuadernos. Ya los tiempos son otros. Todo o mucho ha cambiado. Hasta las cicles son otras y se han mudado a una realidad mucho más esquemática y menos espontánea. Ahora es muy fácil encontrarlas de todo tipo, con llantas anchas, con amortiguadores dobles, triples, cuádruples, con fundas de cuero importado, con asientos ligeros, con colores antialérgicos, con materiales que antes ni siquiera imaginábamos.

Tiempo atrás, quizá, la belleza radicaba en lo simple. Allí dormía su furia poética y su lenguaje melancólico.

En mi caso, aún conservo recuerdos de la californiana verde de mi hermana, que con sus rayos cromados, el clásico freno coaster en la llanta trasera y su libre facilidad al conducirla, me provocaba secuestrársela cada vez que me fuera posible. Es decir, casi todo el tiempo. Y cuando lo hacía, me sentía un rey sobre las aceras de la colonia. No podía bajarme de ella. Me sentía invencible. Potente. Agigantado. En esos años, el hastío era algo que no existía en nuestros corazones y la desesperanza era algo que no se encontraba fácilmente en la ciudad. La inocencia de andar disparando frenéticos pedalazos era una obligación a priori.

Todo esto, supongo, hizo que me decidiera en montar una bici el día que desperté en la casa de mis padres después de una reunión de familia. El impulso, me tomó por sorpresa una mañana de diciembre pasado, durante las fiestas de fin de año. El motivo: El tráfico pesado por todo el rollo de las ventas navideñas. En fin, para hacerles corto el cuento: Desperté feliz, más sonriente que los de aquél restaurante de comida rápida. Quise ir a comprar unos regalos. Encendí el carro. Conduje hacia el centro comercial. Imposible. No se movían los autos. Regresé a la casa. Vi una bici en el patio. La tomé prestada. Salí a recorrer las calles que de niño recorrí con vehemencia.

Por un momento sentí que desde una bicicleta se pueden observar muchas cosas, quizá, como la vida pasa con sus devaluaciones y sus asesinatos diarios. Por otro lado sentí, que con la sencillez que una bicicleta conlleva, no es tan obvio que te asalten. Pero no. Cuando regresé de mis compras, aún habiéndole advertido al policía que me la cuidara, la bicicleta había desaparecido. Y con ella, todas mis ganas de recorrerla en la futura ciclovía.


"Por lo menos no fue su carro", me dijo conformista una señora.

Yo respiré aliviado, pero como lagranputa.