viernes, 16 de agosto de 2013

POLAROIDS MUSICALES 6: Rarezas

Siempre seremos raros, ad infinitum.
Fuck Buttons, These New Puritans, Jenny Hval



Hace una semana –sin medir siquiera la ofuscación que esa palabra puede provocar en las redes sociales–, me denominaron “raro”. La verdad, nunca me he considerado lo contrario, pero tampoco es para tanto. Quiero decir, toda mi vida he hecho cosas raras o estúpidas, a discresión de lo que la mayoría opina, y al decir esto, no cabe la menor duda de que muchos de los que conozco también son “raros”. Ojo: Raro no es sinónimo de estúpido, ni tampoco de loco, aunque en la rareza hay algo de ambas cosas y de ninguna.

En fin, “raro” es un término que puede estigmatizar y estimular a peroratas rudimentarias que no nos conducirán a nada, más que a confabular –elitista y peyorativamente–, contra los menos “raros”, los menos excéntricos, los menos originales, los más conservadores en todo caso. Pero a ver, intentemos definir dicha palabra, ya que en algunos casos aún provoca malestar y agravio, siendo éste hasta un insulto o un halago. Por otra parte, basta con buscar imágenes en Google con la palabra “raro” y una serie de acotaciones dispersas aparecen en la pantalla provocando extrañeza, disgusto, sinsabor y valga la redundancia: rareza.


A ver, les cuento. Hace una semana estuve como invitado en una presentación que se tituló “Rareza #4, sesión poética de reguetón”, a la cual muchos dejaron de asistir, extrañamente, por su rareza. La intención de la actividad era reunir –armoniosa y estilísticamente– la poesía con la furia silábica y sexosa del reguetón. Es decir, leer a Daddy Yankee o El General al mejor estilo de los poetas franceses del siglo diescinueve. Creando así, una fusión entre lo popular y lo culto, que dio como resultado algo lúdico y menos presuntuoso. La actividad, a mi criterio, resultó todo un éxito, tanto así que ya estamos preparando la segunda parte en conjunto con LA ERRE y Revista Rara; pero esta vez con José José y El Buki como ejes principales.

VIDEO 1
VIDEO 2


Todo esto me hizo pensar en que siempre he sido una persona rara en el amplio contexto de la palabra. Es decir: No me gusta el reguetón, pero sí los poetas suicidas y tremulantes de la Francia decadente. Además, desde niño, siempre me gustó coleccionar y catalogar a los juguetes por nombre, color o marca. Tenía repisas donde colocaba los carritos por color y número de pasajeros (eso es bastante raro y obsesivo, pero sobre todo raro). Luego, en la adolescencia, una obsesiva maraña de gustos me llevó a experimentar con lecturas de todo tipo, sobre todo las filosóficas que estaban muy por encima del promedio: Nietzsche, Foucault, Canetti, Derrida, Chomsky. Autores raros, totalmente opuestos a las lecturas de sociología, superación y modernismo costumbrista que daban en el colegio (eso sin lugar a dudas, marcó un antes y un después en mi vida). Ya de universitario, mi “rareza” me llevó a coleccionar diversos objetos como libros, postales, pines, discos, piedras y otro montón de estupideces. Pero bueno, no nos pongamos raros, todos tenemos una carpeta porno y más de algún secreto que nos hace ser raros de “a de veras".



Si vos sos rar@, y estás leyendo estas palabras, quiere decir que querés llegar al fondo del asunto. Como sabés, mi idea en este espacio es hablar sobre música o reseñar discos, y eso, querid@, es lo que importa. Entonces hablaré de música rara para no ser redundante. Música que seguramente no encontrés en la radio, ni mucho menos en los bares o en los espacios dedicados a la música comercial.

Te lo pongo fácil: Tres discos raros de este año. Voraces y hermosos, pero raros.

IDM, Drone, Post-Rock, Art-Rock, Avant-garde; esas terribles bellezas y rarezas irremediables. Los tres hilvanados por literatura: una crónica, unos fragmentos en prosa y un relato breve, todos escritos en tiempos raros (pasados) de mi vida. Nada fuera de este mundo. Música rara y textos raros, inéditos, como sea.

En fin, ya que estamos hablando de gustos raros y vos me entendés, levantá tu copa y brindá conmigo por nuestra rareza. Salucita. Que la rareza nos trence en la lectura y en la música de una vez por todas.

¡A “rarearse”, he dicho!




FUCK BUTTONS: Slow Focus

Disco obtuso, recién salido hace unos días. De esa música que te parte en dos el oído y te perfora poco a poco con sus reverbs y sus sonidos toscos. De mis discos favoritos de los últimos días. Es enérgico, meditabundo y completo. Un discazo para escucharlo detenidamente. Experimental y melódico. Ruidoso y vertiginoso. Si bien la música es un zumbido de otra dimensión, este es el disco perfecto para cruzar el universo en un viaje de agujeros negros y floribundias melodiosas. Si sos lo suficientemente raro, este será tu disco favorito del año. No hay duda que estos dos chavos ingleses están inventando un nuevo género. Quisiera verlos en vivo, pero ya veré a Atoms for Peace dentro de poco.



A Brenda le encantan las drogas, sobre todo el ácido y la coca. Aunque es por épocas, porque a veces prefiere los hongos y otras veces solo fumar mota. El trago no la entusiasma mucho, pero el último año ha cursado la maldición de tomar todos los fines de semana hasta ponerse tremendas papalinas y borrar casete. Ya no recuerda cuando fue el último viernes que pasó sobria. Sus viernes y sábados han sido: vodka, cerveza, cocteles preparados, tequila, güisqui, ginebra; de todo, menos ron, porque esa mierda apesta. Sus domingos: Una resaca incurable que poco a poco se ha vuelto familiar y cada vez menos esquiva. Modorras en el cuerpo, temblores en la quijada, mareos, sed, cansancio, sudoración, malhumor, depresión, culpa, hastío.


Cada viernes, después de las aburridas clases de la aburrida carrera universitaria que estudia, maneja rumbo a su apartamento, que le heredó su tía y donde vive sola desde que cumplió los veinte, ahora tiene veinticuatro. De la U sale a las siete en punto del Edificio de Arquitectura, y a las ocho menos veinte, estaciona el New Beatle frente al portón de su casa, que hace algunos días manchó con aerosol y esténcil después de una madrugada en lisérgicos.

Regularmente la acompañan Rodri o Alejandro, dos amigos de la U a quienes también les encanta meterse drogas y bailar música electrónica hasta entradas horas de la madrugada. Alejandro, es un experto haciendo micheladas, lo que supone que es él quien debe aguantar la parranda y estar de pie, o al menos más lúcido y menos tembloroso, para preparar ese delicioso elixir que vociferan urgidas y trepidantes, las lenguas sedientas de toda resaca. Rodri, el más pequeño de los tres, es DJ y además, un ejecutivo exitoso. Los tres pareciera que fuera inseparables. Son la piedra angular de la fiesta. El triunvirato del exceso. La santísima trinidad alucinógena.


En fin, lo que hacen los fines de semana es simple.

La travesía comienza el viernes, justo al salir de clases, a eso de las ocho de la noche. La mayoría de las veces se reúnen en casa de Brenda, otras veces ella los alcanza en algún bar de la Zona Viva después de arreglarse y plancharse el pelo. Ya para eso, Rodri y Ale ya andan cocteleando en algún afteroffice de algún rinconcito de la ciudad. Cuando no es así, y están reunidos en la salita del apartamento de Brenda, todo va más sencillo: Encienden un purito de mota o hash, y se sirven cualquier cosa de beber, regularmente cerveza o vodka con jugo de naranja. Ven tele un rato, bromean, escuchan música, se abrazan, llaman al díler y piden juguetes suficientes para divertirse en lo que dure la parranda: MDMA, colmillos de coca, puritos de DMT, papeles, ajos, pepas, cualquier cosa “luminosa”. Después de meterse algo, llegan a algún bar y fuman y conversan sobre muladas de la U o el trabajo. Brenda, regularmente se encuentra con conocidos de la firma de arquitectos donde trabaja por las mañanas, así que es posible que terminen rodeados en un grupo grande de personas disímiles y contradictorias. Otras veces, son sólo los tres contra el mundo. Ahí no cabe más nadie.

Beben, bailan, se meten llavazos en el baño, caminan, miran el cielo, cambian de bar por algo más movido y se entachan en menos de media hora. Los ritmos los hacen ir y venir de un lado a otro: deephouse, progressive, minimal, electro, nada que tenga coros porque eso contamina el ambiente sonoro de la fiesta. Tampoco nada de cumbia, porque esa mierda es muca y además, está de moda.

Regularmente los bares y los clubes cierran, y ellos, más prendidos que arañas a sus telarañas, parecen buscarle fin a los colmillos y a los envases de cerveza extranjera. Cuando la policía los hostiga, cambian de ambiente o se van directos a un after. A veces el after es en casa de Brenda. Abundan los escotes, la música ruidosa y las risas de madrugada. En algunas ocasiones Brenda se lleva a más de algún desconocido al cuarto. Se lo agarra, o a veces sin mayor preámbulo, se lo coge, a secas. Otras veces le gusta calentar a los chavos, quiero decir, dejarlos “duros” y ganosos. A veces, también, le gusta andar sin blusa y no hay más de alguno, caliente y macho, que se la quiera llevar al cuarto al menos para meterle mano. En sí, nada nuevo, todo lo que puede ocurrir en un after: drogas, música, pláticas tontas, deseos vertiginosos, a veces cuentazos.


Así, después de todo desmadre, llega la mañana y con ésta, el medio día del sábado con sus monchis y su resequedad ostentosa. Hay una urgencia por querer salir a campo abierto, y Brenda, que está más enfiestada que Jim Morrison en aquél concierto en el que lo metieron preso, propone seguir la fiesta antes de que el cuerpo pida descanso y aburrimiento. Sin más, llega la tarde, la noche y el goce. Brenda y sus amigos deciden llamar al díler por más drogas y se colocan otra papalina, llena de sicotrópicos y viajes legendarios hacia la madrugada. Una manera de sobrellevar la vida y el sufrimiento. Pero bueno, eso es otra historia.

Lo que le gusta a Brenda, por sobre todas las cosas, es saborear las drogas y caminar al borde del exceso. Nunca se ha inyectado o ha fumado piedra. Eso no. Eso es para mara bien loca que está trabada del coco, deseando morir en cualquier momento… a mí lo que me gusta es disfrutar la vida y sus colores. Eso me dice Brenda cada vez que viene a visitarme al siquiátrico donde estoy recluido. Sus visitas son lo máximo. Me dejan con un sabor sonoro en la punta de la lengua. No tengo otra manera de explicarlo.

El otro día, por ejemplo, llegó entachada y parecía bien contenta, adrelinada por el vaho suculento de la droga. Casi ni recuerdo lo que hablamos. Pero salimos al patio y nos tiramos sobre la grama a ver las hojas caer de los árboles. Parecían constelaciones y planetas, tipografías deliciosas de otra época cayendo sumisas hacia el irremediable y vertiginoso transcurrir de la memoria. Esa noche, soñé con satélites y radares, naves espaciales en las que viajaba con Brenda rumbo a XS-23, el planeta que habíamos visto caer cuando descansábamos sobre la tibia banquita por la tarde. Habían bicicletas aéreas, espirales incandescentes, estrellas fugaces, luces etéreas y mucho vacío.


Todo esto, me hace pensar que Brenda es lo único que tengo. El único lazo que me conecta con el exterior y la única sensación de paz para esta locura que me succiona y mata lentamente dentro del siquiátrico. Acá, todos parecen estar locos y enfermos de “algo” que no tiene nombre. La locura es una incertidumbre, un limbo particular, un suicidio lento. Los días pasan como lombrices bajo tierra, y su mirada, la de Brenda, cuando viene a visitarme, es el único rincón donde mis sueños y mis histerias por fin descansan.


A eso me refiero con que Brenda, el personaje de esta novela que estoy escribiendo, sea lo único que me hace recordar que la felicidad, la furia y el desenfreno existan. Todavía recuerdo aquel día en que nos conocimos y decidí ponerle rostro, cabello y manos. Ese día todo cambió para siempre. De eso hace más de dos años y esta novela nunca la termino, parece un viaje eterno de dulces y morfina. Una caja de cristal que en algún momento del trance estalla y se disipa.

Mi siquiatra me ha dicho repetidamente que escribir es el único remedio para mi locura. Me dice, también, que escriba todo lo que pueda porque es la única manera de no reprimir todo lo frustrado, y también, de aniquilar la rabia interna. Algún día, espero que sea pronto, terminaré de escribir estos apuntes y talvez, sólo así, pueda salir de estas cuatro paredes que huelen a humedad y encierro. Salir de acá significará mi nirvana, mi iluminación, mi cielo. El infierno de estar atrapado en este maldito laberinto me sofoca. Yo quiero ver la luz, pasear por la calle, subir a un teleférico, bailar música electrónica hasta que me caiga del cansancio.

Pero bueno, ya escribí suficiente por hoy, estoy agotado.

Brenda y yo, tenemos sueño.



THESE NEW PURITANS: Field of Reeds

Disco extrañísimo. Melódico, oscuro, aburrido y melancólico. Perfecto para escucharlo bajo la lluvia o en el auto. Sinfónico y especial. Mucho de Béla Bartók, Arvo Pärt y hasta de Yo la tengo. Mucho de exploración sonora. Mucho piano, mucho jazz, muchos coros y sonidos estrambóticos. Experimental y lleno de texturas. Letras confusas y tenues. De esos discos que odiás y no querés saber nada, o sencillamente, te apasionan. Salió hace un mes y al parecer la crítica les está aplaudiendo a este cuarteto de polifacéticos y locos. Antes hacían punk y ahora salen con esto. Hay que escucharlo detenidamente, y varias veces. Tiene tanta experimentación que por momentos cae, pero ojo, el disco se levanta poco a poco hasta convulsionar de rabia fonética. Recomenrarísimo. Es un exceso polifónico.





IX (fragmento de Prosac, inédito)

Soy prosa, verso, soy cualquier cosa. Sigo siendo un transcurso, una proeza efímera, una bocanada de humo, un conmovido recuerdo. Sigo siendo alquitrán fumado, volteado, inexacto. Noche oscura, rincón de arena, falo suelto. Veo pasar las nubes insólitas en regreso de días, horas, pausas. Todo es un vaivén de sexos. Sonoro remolino, temblor de agua, ola anémica. Cuando cierro los ojos soy florifundia epidérmica, güisqui fonético, temible memoria. Sigo siendo eso que aún no corre y fluye. Siego siendo prosa, verso, cualquier cosa. Triste y fulminante universo.


X (fragmento de Prosac, inédito)

Me puedo escuchar zumbando en el circuito cerrado de tu dermis. Puedo palpar tu tibia anorexia de sueños y promover festivales, de cine mudo, en la inevitable delicadeza de tu cintura o tu sexo. Las palabras me rebotan en el paladar de la urgencia, los líquidos me fluyen, ilícitamente, alrededor de los callejones de la tristeza. Tu sexo, vibrante y tempestuoso, se desenfunda entre mis miedos. Tu silueta se desmorona de adjetivos y verbos. Tu olor a espuma me invande. Nos hacemos los mártires entre el silencio de la noche. Nos hacemos los expertos sobre la perfecta horizontalidad de los sudores. Nuestras melenas se intrincan, nuestros anhelos se desvanecen como vacuos pasatiempos en desvelo. Hacemos ruido, hacemos textos como exégetas puntuales del momento. Nos destrozamos las alacenas de lo repentino, nos damos casaca entre las bofas risas del ceremonial cortejo. Te veo bailar, acrílica y térmica, quitándote el suetercito púrpura y las botitas de cuero. Te veo juntando los algoritmos de esta ecuación inconclusa. Te veo regresando la mirada entre el aire y moviendo las manos, inquieta y titubeante, sensual y eriza. Yo mientras tanto, te provoco un carmesí de símbolos y vuelvo a meter mis frías manos por debajo de tu falda. El mundo, sólo así, deja de ser mundo. La literatura deja sus letras y los fantasmas agonizan desde todos los aeropuertos. Las estrellas, se vuelcan sobre tu crucial primavera y somos dos, solo dos pulsiones, regalándonos soledades mutuas y tibios amaneceres sin rencores. Nos inquerimos las ropas, nos examinamos las quijadas. Nos volvemos a encontrar el rumbo errado de todos los confesionarios.

Peco en tu cuerpo de arena, niña. Peco en silencio. Voluntariamente peco.


XIV (fragmento de Prosac, inédito)

Hay algo tuyo que inunda las azoteas de mis soledades más anchas, más estrepitosas. Debe de ser tu risa, tus manos, tu persistente ir y venir que llena mis ojos de felicidad y silencio. Debe de ser la flameante catapulta de tu cuerpo, el exquisito cúmulo de paraísos que te rodean, la proximidad acaso, de mis cadavéricos infiernos con tus retóricos cielos. Mientras tanto, me mudaré a tu soledad, me tatuaré con sellos: tu inevitable tristeza. Llenaré este vacío con palabritas nueva. Conoceré mis últimas fronteras. Conocerás las tuyas. Migraré hacia tu costa, como un fantasma enamorado de la brisa de tu nueva fórmula. Viajaré por todos y cada uno de los caminos de tu vientre–patria. Me saciaré entre soledades compartidas, una y otra vez, hasta colmarme de tus nuevos recuerdos. Inventaré una lengua nueva, sumergido en tu naranja república del alfabeto. Nos olvidaremos del mundo, inmersos en esta nuestra isla de lepidópteras palabras desde el medio día. Te vengarás del pasado, así cómo nos olvidaremos de nuestros ancestros. Empezaremos de nuevo, niña, con cocos locos al unísono y con mucha bosanova sobre las melenas.

XVI (fragmento de Prosac, inédito)

Te espero con las ganitas en la chumpa y con el inbox de los días sumergido en tristes sinfonías. Te espero con la sonrisa más tibia por debajo de la manga. Te espero con la tibia mañana en la punta de los dedos y con las cicatrices del tiempo, adheridas a la bufanda. Te espero con la sospecha, de tener una metáfora sospechosa, guardada en la melena. Te espero con la pena, de no ser el correcto. Te espero con la nariz fría y la sudadera en timelaps. Te espero a mil-veinticuatro-ka-be-pe-éses rondando alrededor de la tibia simetría de la noche. Te espero con mi noche estacionada en la avenida de los recuerdos. Te espero con la mañana en las manos y con la sorpresa de los alfabetos al borde de un aeropuerto. Te espero con los miedos azules, con las ansiedades amarillas y la tonadita en repeat doliéndose las manos. Te espero a contratiempos cuánticos. Te espero. Te espero con la mirada en blanco, con mi arena negra y la tristeza guardada en una bienvenida. Te espero con todos mis excesos y con la soledad más trillada que una canción de moda. Te espero cuando lleguen las despedidas, y tristemente, nos abandonemos al silencio.


SÁBADO (fragmento de Arbitraria Muchedumbre, 2009)

de noche duerme el país con sus ignorantes felicidades
un plomazo
cruje en la profundidad etérea del silencio
pum
pum
dos plomazos
tres
cuatro
mi vida es este transcurso nocturno
esta inseguridad constante
soy este transcurso nocturno
soy un cuaderno
si

abierto
para dibujos de ciego


Irrumpimos la night con su dark azar al ritmo de los jadeos. Me encontré con pipol, nos vieron gesticular fonemas guait. Tres gramos de mirrous, novecientos megabaits de rocanrol y quince centímetros de selecta mit, nos sirvieron para entretenernos por el resto de la madrunight.

Me preguntaron qué has hecho, dónde, cómo, con quién, cuándo.

–No he ido al cine, dejé el trabajo, bebo mucho más, escribo mucho y leo poco –respondí todavía en trance, mientras apagaba el Motorola y me rascaba los testículos volviendo todavía del trance. “Muchá, por fin encontré la rola que quiero que escuchen con el poema que quiero que lean”, les dije, mientras empezaba a hacer cuentas de toditas las cosas que tengo por hacer durante la semana. Luego arreglé la cama, abrí el libro de Bowles, encendí un cigarro, pensé en el desierto y saqué las botellas vacías al patio. Sonreí sin ganas, pero también con ganas, de palpar en mis manos el aire del siguiente amanecer.

Quise vomitar en el baño, dos veces esta tristeza.


TIC–TAC
TIC–TAC
TIC
TAC
TIC
TAC
TAC
TAC
TAAAAC
TAAAAAAAAAAAC

ver pasar el tiempo
escuchar pasar el tiempo
sentir pasar el tiempo
no es recomendable
con mil caballos de fuerza en el corazón




JENNY HVAL: Innocence Is Kinky

Me encantan las chavas raras que cantan. Jenny es una de ellas. Muy Patti Smith, muy Björk, muy Siouxsie Sioux. Este disco parece no tenerle miedo a las grandes líricas y a los grandes experimentos de la escritura creativa. Es poesía, es estruendo, es improvisación, es abandono. Mientras el disco avanza, pareciera que la voz desafinada de Jenny se encuentra con su eje poético, y eso, justamente eso es lo que lo hace más raro. De esos discos que escuchás una sola vez o lo ponés de fondo para sorprender a tus invitados con música rara, muy rara. Es impredecible, maquiavélico, experimental y quejumbroso. De seguro te va a encantar. Yo lo he escuchado unas diez veces.




UNOS AUDÍFONOS VERDES

Dani sale de su casa sin mediar palabra. Irritada, triste, rebelde; cierra la puerta de un solo portazo. Sobre el hombro lleva una mochila típica, en la que algunos pines y parches de colores, dejan ver que aún cursa el último año del colegio. Dentro de la pálida mochila lleva varias cosas, sobre todo una: el eterno peluche que su abuela le regaló para un cumpleaños. Ese es su alivio, su amuleto. Dani parece estar enojada y triste, pero se concentra en la música que escucha de sus audífonos verdes; y todo el enojo, ése que siente desde el fondo de su pecho, parece disolverse con cada paso que da firme sobre la acera. Por un momento, pareciera olvidar la sangre que gotea insistentemente desde sus delgadas manos, y se deja ir, literalmente, hacia el zumbido de los audífonos verdes que escucha con hipnótico esmero.

Dani camina y camina, pareciera que la música le levanta el ánimo al punto que nada más importa, mucho menos la vibración del celular en la mochila ni la sangre que ahora le inunda la blusa, la falda y las calcetas amarillas. Las heridas parecen dolorosas, pero no le duelen. Dentro de su mochila aún lleva la cuchilla de su hermano, con la que dibujó dos largos y profundos barrancos sobre sus muñecas; pero Dani, no piensa en eso ahora, piensa en la música que escucha y todo parece olvidarse en un estruendo de armonías inverosímiles y paisajes oníricos. Puede ver un bosque a lo lejos, una luz, un pacífico riachuelo y una bandada de pájaros que le dan cierta paz, cierto alivio. Cierto descanso.

Después de varias cuadras, Dani cae al suelo, y ahí tendida, parece una tierna nota musical cubierta de felicidad y sangre. Al caer, los audífonos verdes se rompen y quedan esparcidos como recuerdos a lo largo de la acera. Inmediatamente la música se acaba y del otro lado de la calle, un perro ladra.

Un avión, desde lo alto, cruza el cielo. Una sonrisita se vislumbra entre sus labios y el tamborcito en el pecho, ése que hace unos minutos bombeaba infelicidades dentro de su cuerpo, deja de suspirar canciones y cede ante el oleaje de lo inmóvil. El celular, en su mochila, enlista diez llamadas perdidas y la tarde avanza, como un piano de Brahms o Schubert, sin caricias tercas y maltratos insistentes de un padre vociferante.

La calle, se inunda de monotonía y gente. Otro perro ladra en la lejanía.

Una nuba blanca, más blanca que la ternura, cruza el cielo rápidamente.




Columna quincenal publicada en Esquisses.









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