viernes, 20 de diciembre de 2013

CRÓNICA NAVIDEÑA

 Regreso de Quetzaltenango, esa ciudad impregnada de «un-no-sé-qué» nostálgico. Esa algarabía de poetas y rocolas y calles y recuerdos. Regreso, sí, puntual y precavido. Quiero decir, antes de la hora del tráfico, esa de los bulevares agrietados por la desesperación y la prisa endemoniada de diciembre. Esa hora que no perdona. Y desespera. Y malhumora.

Regreso a Guatemala. Voy bajando por San Lucas y el mirador me contagia de «un-no-sé-qué» fatídico. Quiero volver, esconderme bajo el manto de la tranquilidad de Xela, Antigua o Sipacate. Quiero olvidar que esta ciudad existe, con sus calles y sus dolores, con sus policías de tránsito y sus semáforos eternos. Quiero sentir que la rabia de su gris imperante no existe. Pero no hay vuelta atrás: Voy bajando por la autopista, directo a la boca del lobo de esta ciudad espeluznante. Este agujero negro. Este deterioro constante.

Llego a Mixco. Me decido por bajar San Cristóbal y evitar la Roosevelt. Lo hago a prisa. Soy bueno tomando atajos, debería ser taxista. Tengo buena música, paciencia y conversación, «casaca» que le dicen. Esquivo algunos centros comerciales y llego en poco tiempo a zona diez. Me estaciono. Tengo sed. No quiero manejar más. Conduje varias horas, y las rodillas, me están pasando factura. ¿Los años? No lo sé, pero me duele el cuerpo y un poco la cabeza.

Abro la puerta, me estiro un poco y respiro un poco de aire frío. Luego me recuesto en el asiento del carro y pienso que en algún rincón de esta ciudad hay un desesperado, sí, un caradura hinchado en bocinas e insultos. Quiero quedarme aquí, en este silencio necesario. No le quiero ver la cara a ese tipo, a ese Gremlin despiadado, que ya se multiplicó por diez; y ahora, en todas las avenidas de la ciudad, se multiplicpo por veinte y treinta y cincuenta. No me los quiero encontrar en la calle, ni quiero hilvanar odios con su prepotencia y su rabia. Quiero paz. Quiero tranquilidad. Quiero descanso.

Así permanezco unos minutos, arrinconado en la tranquilidad del carro. Esta burbuja. Este búnker.

Después de un rato, Eme Jota me dice que vayamos por unos regalos, luego no tendremos tiempo. Es cierto. Le digo que me espere un poco, y bebo agua. «Es acá cerca», me dice. Acepto, con la condición de que ella conduzca. Me siento al copiloto y veo carros de todos colores. El semáforo está detenido. Quiero desvanecerme otra vez. Desaparecer, en todo caso.


Llegamos al centro comercial y compramos algunas cosas. Lo bueno, es que no hay mucha gente, la mayoría de zombis andan en otros centros comerciales, digo, los de moda, los cool, los más monstruosos. En este aún se puede respirar, así que me apresuro a ver tiendas, pero creo que soy malísimo encontrando regalos. Perdí algo de asombro, y de destreza, en este asunto del shopin. Me desespero, pierdo la paciencia, salgo de las tiendas con poca esperanza y rutina. Al final, damos unas vueltas por las vitrinas, y los zombis navideños nos alcanzan. Casi nos devoran, pero salimos ilesos. Al menos eso parece. Al menos hoy.

Al otro día, detenido por la singracia de un Emetro, se acerca un chico y me apunta con su pistola y me insiste en que le de el celular. «Es un frijolito», le repito varias veces. Él insiste. Le digo que no le darán nada por el aparato. Es cierto. Se da cuenta y cambia de ventana al carro de la par. Dos motoristas lo insultan, se pone nervioso y desaparece, como si nada, tras el vaho triste de la noche. Regreso a casa, triste y anémico. Me hundo en la lectura. Me olvido que es diciembre, y de la necedad constante de los regalos y los compromisos. Un sentimiento zen me invade. Duermo feliz.

Al otro día pasan las horas y no quiero salir a la calle. Un pavor me inunda. Puedo imaginar la telaraña nefasta atrapándome. Y el monstruo, ese que no perdona nada, el navideño, devorándome de a poquitos. Pero no tengo regalos, así que salgo dar una vuelta. Imposible. El tráfico está insoportable y todo se me nubla frente a las vitrinas. Quiero largarme. Sí. Escapar al mar, al silencio de un retiro budista, a la profundidad de un bosque nuboso, a la simplicidad de una vida sin tarjetas de crédito y deudas de inicio de año. Quiero desvanecerme en el abrazo de mi familia, olvidarme del estruendo de los cuetes y del sabor redundante de los convivios y sus resacas.

Quiero pensar que Santa Clos sí existe, y que el amor, ese elemento imprescindible, es el único regalo que puedo darle al mundo. No dinero. No lujos. No vales. No pertenencias. Porque todo, todotodo, puede desaparecer en un abrir y cerrar de ojos.

Y la vida, en todo caso, es una vena abierta para inyectarla de ternura e instantes (...de felicidad, como decía Borges en aquel texto hermoso).

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