jueves, 15 de marzo de 2012

TERRITORIO: Jazz

Columna publicada en Diario de Centro América.
Jueves 15 de marzo del 2012.
Reeditada.



Foto: Erik Truffaz
El jazz lo conocí por mi padre, digamos que por equivocación. Lo mismo me sucedió con la literatura, aunque ésta, en el fondo, siento que me llamaba desde su tosca librera del estudio. En silencio me recitaba fragmentos del Espejo de Lida Sal de Miguel Ángel Asturias y yo, involuntariamente, fui cediendo a sus pleonasmos y a sus pragmatismos literarios. Como a todo niño, me gustaba andar merodeando por los confines más insólitos de la casa. Esa fue mi debilidad. Mi arista más áspera, más defectuosa.

En todo caso, como niño inquieto que fui, hice de muchos rincones de mi casa de infancia un refugio, un parque de juegos, una trinchera aficionada. Era divertido andar hilvanando historias entre el primer y segundo piso de la casa, husmeando a mi madre que cocinaba milanesas en la cocina; subiendo y bajando las escaleras de madera, recorriendo las habitaciones junto a mi bolsa de Hot Wheels de todos los colores posibles o mi eterno Tonka amarillo, que destruí años después en un cueterío loco de finales de año. En fin, habían días en los que me escondía debajo del escritorio de mi padre y me hacía pasar por un General de Brigada; tomaba el teléfono de marcar, uno de esos aparatos rústicos ochenteros, color mostaza chinto y, le daba vueltas al disco suponiendo hablar con los espías que estaban a mi cargo, para que me informaran sobre la situación de esos países y confines que sólo en mi cabeza existían.

En una de esas tantas veces, descubrí el equipo componente que mi padre cuidaba con harto esmero: un enormísimo aparato color aluminio, con pantallas de luz que tenían agujas que al encenderse iban de un lado a otro. Tenía dos bocinas enormes, colocadas en los extremos opuestos del estudio. Era una belleza. Lo más semejante a un objeto espacial. La marca era Technics y estaba equipado con casetera, radio y no recuerdo qué más funciones. Junto al enorme aparato, habían unas gavetas y una infinidad de cintas magnéticas dentro. Yo no podía entender cómo unos especialistas podían meter sonidos, voces y demás instrumentos dentro de esos pequeños objetos. Mi padre tenía muchísimos, entre ellos, habían unos que tenían impresa la palabra: JAZZ. Una palabra que me apetecía por su resonancia en mi cabeza y que, tarde o temprano, terminaría por fascinarme y cambiarme la vida.

Así fue como conocí el jazz, por equivocación.

Los cassettes de Astrud Gilberto, Carlos Antonio Jobim y Stan Getz fueron mis primeros referentes. Luego vinieron Coltrane, Monk, Evans, Parker, Gillespie, Fitzgerald, Simone, Davis y tantos otros. En algún momento pude asistir al Festival de Jazz de Montreal y también, le he seguido la pista al festival que el IGA ha realizado durante doce años ininterrumpidamente.

Se los recomiendo. Asistan a todos los conciertos que puedan. Son gratuitos. Yo no me he perdido ninguno y la agenda continúa. El otro día estuve platicando con Erik Truffaz y hasta pensé que había sido un sueño.

No hay comentarios:

Publicar un comentario