martes, 2 de octubre de 2012

EL ARTE Y EL PODER, primera parte



BS20, septiembre 2012
(Cortesía de Juan Carlos Barrios)
Hace más de una década el arte guatemalteco parecía despertar de un letargo forzoso e irremediable con proyectos artísticos como Casa Bizarra, Primera Generación Records, Festival Octubre Azul, Festival del Centro Histórico, Tripiarte, La Fosa Común, Editorial X, Colloquia, Caja Lúdica, entre otros. Todos estos proyectos estuvieron vinculados, de alguna extraña y necesaria manera, con lo que resultó ser la piedra angular de los noventa:

La rebelión.


 
Para mí, "la rebelión" es como una chiquilla punk, insolente y desafiante al mejor estilo de Lisbeth Salander –de la trilogía de Larsson–, pero también elegante y tímida como Patti Smith –la poeta del punk– en sus primeros años. Es decir, una mezcla bizarra pero hermosa de Albert Camus, Lou Reed y Courtney Love. La idea, es sencilla, digo, la idea de la rebelión: descentralizar el arte (desde un cliché romántico), hacer temblar los pilares de la moral (sin anarquía, claro) y provocar un estallido inmediato en la movida sociocultural de una región. Para ese entonces (bueno, acá les estoy hablando estríctamente del año 1997), yo ni siquiera llegaba a los veinte años y mis lecturas de Nietzsche, Chomsky, Sartre, Kafka y Cortázar eran lo poco a lo que me aferraba con recelo. No sabía nada de muchas cosas –todavía no sé nada de muchas cosas–, pero sí conocía algo del movimiento punk de los 70's y del grounge de los 90's, y ambos, me parecían la estampida perfecta directo a la yugular de la cultura. Esos, creo, que fueron muchos de los cimientos del movimiento rock de los noventa en Guatemala: una mezcla entre el grounge noventero, el postpunk ochentero y las lecturas de autores como Pessoa, Pound o la Generación Beat. Y sin lugar a dudas, el movimiento rock de los noventas, fue el hilo conductor y el parteaguas de muchas de las temáticas del arte que se abordaron en años posteriores.

 
Regina José Galindo, agosto 1998
(Cortesía de Regina José Galindo)
Algunos contemporáneos míos incluso, no llegaban ni siquiera a los veinte años, y otros, que ya andaban llegando a su primer cuarto de siglo, contaban con la responsabilidad, por decirlo de alguna manera, de catalizar y gestionar las corrientes de arte que desembocarían en lo que se está realizando actualmente. A ellos, mi admiración y respeto. Por ellos existen bienales, festivales de cine, bachilleratos en arte, centros culturales, residencias artísticas y premios que antes no existían.

Para ese entonces la vertiente discursiva lindaba entre varios tópicos: La libertad de expresión (a causa de la infelicidad ridícula por treinta años de guerra), la libre experimentación (provocada quizá, por la carencia de lecturas y referentes académicos como abundan ahora), el desencanto y la lucha contra el poder (esto, por la imposición de regímenes militaristas que dejaron una estela de paranoia y miedo en toda una generación). Y si bien estos tópicos eran reiterantes en cualquier obra visual, musical o escrita; también era inevitable que un halo de irreverencia predominara en todo lo que se creara, a la vez que existieran ciertos matices de ingenuidad y puerilidad colectiva. En efecto, esos esbozos sirvieron como punto de partida para lo que hoy conocemos como arte contemporáneo en Guatemala, término que afirma nuestra realidad como pueblo vivo. Por consecuencia, toda obra es una necesidad humana de trascender; tal y como lo diría Octavio Paz, "es el olmo que da siempre peras increíbles".

 

Así, nuevos espacios han abierto sus puertas para el arte y, es genial ver cuánta gente joven reunida en colectivos o en solitario, repercute de manera inmediata en la vida cotidiana del guatemalteco a través del arte. Ahora abundan los festivales de arte, las fundaciones que aportan respiro –y pisto–, los centros culturales que se inundan de actividades culturales cada semana y los gestores culturales, para los cuales ya existen diplomados y licenciaturas. Ahora, volviendo el tiempo atrás, veo que también muchas cosas han cambiado: algunos ya tenemos canas, hijos, arrugas inevitables y una enorme lista de cosas hechas y deshechas. Pero hay algo que no ha cambiado y, eso es lo importante: La constante creación y la rebelión, que se ha disfrazado un poco, cambiando las pulseritas de Pana por los relojes retro, los morralitos de Momostenango llenos de libros por las mochilas con laptop y los caites de goma por las zapatillas deportivas.


En sí, todo cambio es un poder. Y partiendo de esta reflexión, no me queda la menor duda de que "el arte es un poder" y, a manera de palíndromo sensitivo, "el poder también es un arte", y la idea de sucumbir un país a través de sus cauces, creo, que es lo menos que podemos hacer como habitantes de este siglo. Y ante todo, de este país.


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