martes, 25 de septiembre de 2012

32 BIEN, nada mal

Mi primer pastel
De mis cumpleaños pasados, tengo un costal de recuerdos que llegan días antes del nuevo cumpleaños y se van días después sin avisar, como una picazón de zancudos en el pie o una alergia al polvo por andar moviendo cajas del armario. Este costal de recuerdos no es un recuerdo conciso y redondo, si no la suma incierta de varios instantes fugaces, objetos dispersos, sonrisas queridas, canciones de otra época, flashbacks torpes, camorras y mordidas al pastel, borracheras insolentes, luces láser, bullicios raros, incomodidades extrañas y otro montón de cosas que van asociadas a una celebración melancólica que no se detiene nunca.

Es que en el fondo, ¿a quién de verdad le gusta cumplir años?

Uno se la pasa en esta vida acumulando exageradamente: experiencias, compañías, papeles, líquidos, secreciones, arrugas, canas, uñas, cabellos, pieles, calcetines, sueños, peinados, logros, fracasos y frustraciones. Después de los 30 uno siente que la vida se le va viniendo encima como un torpedo inútil de esquivar. Y eso, mis queridos, es inevitable.

A mí los recuerdos me vienen así: como misiles tristes y anacrónicos. Es decir, en desorden, como debe de ser. Sin preámbulos ni aclaraciones, que luego ordeno lentamente en la cabeza y resultan hacer sentido, aunque no lo parezcan. Como en una narración equisciente, yendo de atrás hacia adelante en cualquier momento y viceversa, con la vacuidad necesaria del rebobinaje para soportar ese viaje ineludible con el presente y el pasado. Pero bueno, supongo que a casi todos nos pasa esto. En mi caso, yo me siento, en mayor medida, privilegiado de recordar muchísimas tonterías que no sirven para nada. De esos años pasados recuerdo algunos pasteles, por ejemplo: El Brazo Gitano, relleno de mermelada de fresa y crema batida, que devorábamos con mi madre en un abrir y cerrar de ojos. El Pastel Helado que compraba mi padre a dos cuadras del colegio, y que siempre, siempre, llegaba derretido a la casa. También el Selva Negra, el Fresas con Crema y el de Choco Krispis que mi hermana cocinaba en menos de diez minutos y hacíamos desaparecer en menos de cinco.

También recuerdo las pizzetas de jamón y queso, los panes con atún, los Picarones, los Sipi de uva y los dulces Gallito, o Gloria, con los que rellenaban las piñatas, que bien podía ser un Transformer, un Mazinger Z o uno que otro oso de esos a los que uno le olvida el nombre fácilmente. Pero eso sí, recuerdo el esfuerzo de mis padres por hacer de mi cumpleaños algo memorable, aunque no fuera una piñata en el club campestre, yendo de viaje a cualquier parte o celebrando en el restaurante de moda. Eso no lo olvido nunca. Por último, cómo olvidar las chamuscas, las damas chinas, la luisa, la música de los repasos, los primeros ponches con piquete, los viajes al lago o al mar, los regalos de las novias y familiares, el abrazo de los abuelos, los primeros excesos. Y bueno, aquí me detengo.

Si bien uno recuerda muchas cosas, hay también lagunas mentales que lo abarcan todo, mejor dicho: 'mares mentales'. Eso está asociado con las megafiestas que nos hemos colocado para nuestras celebraciones de cumpleaños, claro. Yo tengo recuerdos disparejos de algunas a las que el adjetivo 'memorable' no le queda muy bien, precisamente. Por ejemplo: Idas al mar de madrugada. Dosis interminables de cerveza o vino tinto. Música temible hasta el amanecer. Pláticas intrínsecas. Almuerzos decadentes. Cenas inigualables. Regalos del pusher. Maratones etílicas de cuatro o cinco días. En fin, todo asociado a la disparidad de querer vivirlo "todo", entiéndase bien, vivirlo todo en 24 horas que dura el supuesto festejo.

Pero eso, al final, se disipa. Nos queda la vida, la felicidad y el sufrimiento.


De este año me llevo los más de 500 mensajes que recibí en el Facebook, una cena deliciosa en Panza Verde, un Tiramisú regalado, un desayuno sobrepoblado de bocadillos en un día soleado, dos cenas excesivas con mis dos familias (la congénita y la adquirida), un cubilete forrado de chocolate con un postit, un concierto de una banda con la que tengo infinita empatía, una historia contada en un parqueo al lado de un borracho desconocido, varios dibujos de crayola en una pared que detesto, dos paquetones de cerveza vacíos, una resaca incomparable, diez botellas de vino tinto irrepetibles y una canción de LCD Soundsystem que aún retumba en mi cabeza cuando me recuesto a pensar en lo ganado y lo perdido.


"¿Y las llamadas de los amigos?", me preguntó alguien. "Ya nadie llama, ahora todo se resume al texto... por eso escribo", le respondí mientras sacaba las cajas de basura al patio y regaba mi plantita nueva que lleva por nombre: Deseo.



DE ESAS QUE ME LLEVO: "Hay recuerdos que no voy a borrar, personas que no voy a olvidar"

2 comentarios:

  1. Me encanta como lograste describir los diversos pensamientos, emociones y recuerdos que nos invaden ese dia que nos hace sentir el paso inexorable del tiempo.....un abrazo broder!!!!

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