viernes, 13 de septiembre de 2013

CARIBOU, DAPHNI, MANITOBA: El nombre es lo de menos



Supongo que Daniel Snaith –más conocido como Caribou, Manitoba y recientemente como Daphni– ha de ser uno de esos melómanos a quienes les encanta coleccionar texturas sonoras, instrumentos exóticos y viajar a través de cualquier harmonía posible. Toda su música es una radiografía minuciosa de la movida electrónica de la última década, y lo mejor de todo, de la manera más humilde y silenciosa. Lounge, acid jazz, downtempo, drum & bass, nu jazz, chill out y deep house es algo de lo que se esconde en el fondo de sus seis discos. Toda una exploración a través de patrones de percusión y una amplificación de capas de sonido que se repiten constantemente como delirios hipersensibles, juguetones y salvajes.

Algo así como meter en un blender literario a Pessoa y todos sus heterónimos, añadirle una pizca de Joyce, Breton y Guattari para darle cuerpo; y por último, para agregarle sazón y buqué, espolvorearle lo mejor de la literatura estadounidense de mitad del siglo pasado o decorar con lazcas de la literatura rusa más decadente para añadir textura.

De todo esto se obtendrá un producto deliciosamente sensible muy parecido a toda la música de este canadiense de 35 años, a quien la sale la música muy fácil de la manga. Un universo de sonidos que conviene escuchar una y otra vez hasta el cansancio. Una música estrechamente ligada con “el viaje” introspectivo, que es mejor estudiarla por partes; si no, empieza el vértigo y la sudoración incontenible.

Lo ideal –como lo he pensado hacer últimamente, sobre todo en estos días de lluvia intensa–, sería recostarse en muchos, muchísimos cojines, a disfrutar de los encantos sonoros que emanan de las bocinas y separar cada sesión por cada uno de los seudónimos de Daniel; y atreverse, como quien acepta que hay genios que nacieron para lo suyo, a decir que el nombre es lo que menos importa después de todo.


Pero bueno, empecemos por Manitoba (2000–2003), que sugiere una exploración por el drum & bass melódico y el acid jazz elegante. Los dos discos: Start breaking my Heart y Up in flames, juguetean con el ambient jazz más efusivo, matemático y anacrónico. Los mejores ejemplos están en “Mammals vs. Reptiles”, “Paul's Birthday, “Hendrix with KO” y “Twins”. En el resto de pistas, hay mucha furia sonora, wallofsound, shoegaze y facilidad para entablar diálogos con la locura. De los dos discos me quedo con el primero. Definitivamente es más “básico” y permite ver a un Daniel más honesto, jovial y explorativo. Haberlo visto tocar en vivo por estos años, me imagino que tuvo que haber sido una experiencia impactante y asombrosa, muy distinta a la del año pasado en su gira por México, Estados Unidos y Europa con Radiohead.

Por momentos me recuerda a Jazzanova, St Germain, Tosca y todo ese nu jazz suculento de finales de los noventa. El segundo disco, es, quizá, un preámbulo de lo que hizo más adelante. Mis favoritas de esta primer etapa son: “Schedules & Fares” y “Paul's Birthday”, con bases rítmicas persistentes y sordinas delicadas.

Así, nos vamos directo a la segunda etapa, bajo el nombre de Caribou (2003–2012), con la que explora muchísimo más la insistente sicodelia y la decoloración sonora, producida por guitarras, baterías y percusiones delirantes que claramente son apreciadas en vivo. De los tres discos (The Milk of Human Kindness, Andorra y Swim), el primero es el más explosivo. Los dos últimos son ya, la producción más experta y pesada que un músico puede lograr con un buen equipo, software y muchas horas de trabajo. Hay mucha narrativa, mucha introspección, mucho esbozo pulido hasta la saciedad. Se puede percibir que hay largas jornadas de creación y entendimiento de las texturas y/o decibeles.

Su disco The Milk of Human Kindness, del 2005, es elegante y sinfónico. Sutil como ninguno de los otros discos y explicativo a través de percusiones volátiles y autónomas, herencia del drum & bass de los noventa (Aphex Twin y Four Tet), pero también redundante por su excesivo uso de batería y sonidos viejos (Beach Boys y The Kinks). El mejor ejemplo: “Yeti”, “Brahminy Kite” y “Barnowl”. Tres joyas que se van inflando con el transcurrir de los minutos y que terminan por persuadir al tiempo.


Por otro lado, Andorra, del 2007, es una exquisitez sicodélica llena de aristas folk, que se mimetizan entre la electrónica y la experimentación más ácida. Ojo, cuando digo “ácida”, no sólo me refiero al LSD, sino también a los sicotrópicos, sicoanalépticos, sicoactivos, enteógenos, disociativos, disocirecreativos, onirógenos, empatógenos, alucinógenos y toditos sus etcéteras.

Es decir, el disco es un zumbido capaz de penetrar el oído más difícil y perpetuar sus diversos efectos hasta lograr su acometido. De seguro, a nuestros queridísimos Huxley, Hofmann y Leary les hubiera encantado escucharlo. Hubieran suspirado, bailado y pataleado al ritmo de toda su instrumentación exquisita.

No hay ninguna canción que produzca ese efecto contrario a la felicidad. Desde la memorable “Melody Day” hasta las hipnóticas “Sundialing” e “Irene”; son la resultante de un complejo, pero armonioso manojo de notas, efectos, coros y rolercoster anímico a través de todas sus capas de sonido. A mí criterio, un disco que habría que revisitar constantemente junto al ‘reseñablísimo’ Swim, del 2010, que con sus sonidos perpetuados y aritméticos de un retro sesentero-setentero, hilvana un género que ya Stereolab o The Animal Collective habían acuñado a principios de la década: la indielectrónica. Casi rozando el indiepop más onírico y ecléctico.

Mis favoritas de este último disco son: “Odessa”, “Sun”, “Bowls”, “Found out”. Bueno, mejor decir casi todas, ya que el disco completo es un pastelito sonoro que poco a poco he acuñado a los momentos más felices de mi historia con la música. Algo muy parecido a lo que me pasa con LCD Soundsystem, The Rapture o Friendly Fires.


Sin lugar a dudas, Swim y Andorra, son los discos que más se conocen de Daniel y los que sin mayor preámbulo, lo han catapultado al círculo de los elegidos. Por allí transitan Björk, Moby, Apparat, Autechre, Yorke, Holden y otros.



Por último, y no por menos, está la tercer etapa bajo el seudónimo de Daphni (2012–actualidad), que con el disco Jiaolong, de finales del año pasado, hace un viaje al epicentro de la electrónica a través de la exploración más oscura y distorsionada del dance; muy lejos de lo que hace regularmente bajo Caribou. Acá, el sonido es más profundo, de una sensibilidad extremista, casi espacial y oscura como un agujero negro. Es house, es edm, es techno, es cualquier cosa. Como les decía al inicio de esta nota: “el nombre es lo de menos”. En este disco, cada pista es una condensación de sonidos, que de alguna extraña manera confabulan para hacer un solo track, es decir: un set. Me imagino que esto lo sabrán los Dj’s, que con sus largos y armoniosos sets, proponen una estadía placentera y vertiginosa sobre la pista. De seguro, mientras Daniel no estaba abriendo conciertos para Radiohead o haciendo música con Four Tet, estuvo tocando una y otra vez por cuanto club encontrara en Europa o Estados Unidos.

De esta inmersión en la música club, surge esta delicia de disco. Un imprescindible para que aquellos que disfrutaron The Inheritors de James Holden o Immunity de Jon Hopkins, ya que su mismo nombre nos predice el viaje hacia las profundidades del sonido (Jialong, es un submarino chino que rompió récord de inmersión al llegar a siete mil metros de profundidad durante el 2012).

Una verdadera joya para quien esté buscando algo verdaderamente “nuevo”, fuera de los últimos discursos que propone la electrónica comercial y la música retro de club, la que ensaya y explora sonidos viejos (Daft Punk, Pet Shop Boys, Hot Chip, OK Go, New Order). Hace una semana, por ejemplo, estuve en el concierto de The Crystal Method, y me pareció que la música electrónica (la de club, digo, la popular), se aleja cada vez más del estándar de “lo comercial”. TCM tocó por más de tres horas un set que parecía una cátedra sobre música electrónica, pero no un concierto. ¿Me explico?

Ya sabemos que el futuro de la música está en la experimentación con sintetizadores, osciladores, drum machines y equipos caseros que incoroporan sonidos viejos y altuistras; pero este disco, el de Daniel, supera las expectativas dentro de la abundante creación de los últimos años en la electrónica. Ya Reznor, Yorke y el mismo Murphy lo han afirmado en sus colaboraciones y últimos trabajos.

El futuro es este, no hay marcha atrás.

Sin embargo, en este disco las pistas se contraponen y generan otra propuesta. Es muchas cosas al mismo tiempo: Música de video juego (Atari, especialmente), de club a altas horas de la madrugada, afrobeat mixeado, deephouse rudo, funk setentero, tornamesa expuesta, breakbeat, desorden, compulsión, profundidad, desenfreno.

Mis favoritas son: “Long”, “Yes I know”, “Ye Ye” y “Ahora”.

Así que ya saben, si quieren escuchar algo para bailar, viajar y mantener al oído/cuerpo estimulado por casi cincuenta minutos, este es el disco. Es el indicado para adentrarse en el universo de este canadiense, e interrumpir el vasto peso del tiempo, que todo lo consume y atesora en el silencio, que también es ritmo.



Columna quincenal publicada en Esquisses.

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