martes, 18 de septiembre de 2012

POR CIERTO, ¿es Verdana o Tahoma?

Publicado en revista Catálogo para la vida, número 20.
2012.
Reeditada.



Foto: Olivetti Lettera 32

En esta era donde la escritura se ha convertido en una obligación diaria y habitual (SMS, Facebook, Twitter, Whatsapp, Blogger, Wordpress, Gmail), viene bien refrescar la memoria un poco y recordar aquellos tiempos en los que redactar una carta o un documento en una computadora, de aquellas armatostes color ocre pálido, palidísimo, resultaba ser una tarea extenuante y agotadora. Si no estoy mal, las opciones tipográficas de esa época se limitaban a quince o veinte, si mucho. La siempre clásica ha sido Times New Roman, ya lo sabemos. Pero ahora imaginen otras épocas, donde la única opción era utilizar máquinas de escribir a base de cintas impregnadas con tinta, en forma de pequeños rollos bicolor (negro y rojo, en el mejor de los casos), que uno compraba en la librería como si fueran chicles y había que cambiarlos de lado y posición cuando topaba la cinta, abriendo la tapa con mucho cuidado para no mancharse los dedos y levantando el prensapapel para después colocarla debajo del indicador y sólo así, que quedara bien puesta. Labor manual, inevitablemente. Toda una Odisea. Aunque había a quienes les tomaba un minuto, y lo hacían hasta con una mano, mientras con la otra sostenían una hoja nueva de papel y daban instrucciones en un abrir y cerrar de ojos. Mi maestra de mecanografía era de esas personas.

Vaya cómo ha cambiado el mundo en los últimos veinte años. Ahora las máquinas de escribir son objetos que se lucen en museos, cafés literarios y en el peor de los casos, en ventas de chatarra. Hasta tengo la duda si en los colegios todavía se reciben clases de mecanografía.

Sin embargo, aunque hayan pasado todos estos años, no me molesta embadurnarlos de melancolía y nostalgia al recordar la Olivetti Lettera 82 con la que recibía clases de mecanografía en el colegio, es más, me gusta recordar el estruendo caótico que provocaban las treinta o cuarenta máquinas de escribir galopando sobre una montaña de tinta negra y papel bond. Aún puedo escuchar ese martilleo constante de las teclas, golpeando insistentemente el rodillo de las pobres máquinas. Era como una sinfonía indestructible e industrial. Una especie de melodía concepto. Un eco ininterrumpido de letras bailando sobre el papel enrodillado, que al ser liberado por la perilla, mostraba sus heridas tipográficas y sus laceraciones tabuladas a manera de sacrificio impreso.

Todo esto lo tengo tan presente, porque la observadora y sabia de mi madre, al ver que su hijo tenía inclinaciones para golpear teclas, me metió a un cursillo de mecanografía por las tardes, e incluso, me prestó una máquina de escribir vieja, en la que escribí los borradores de mis primeros libros.

De estas clases recuerdo la velocidad con la que todos los adolescentes escribían. Parecía una carrera de tiempo. El que escribiera más caracteres o golpeara más de prisa –y con incisión quirúrgica–, recibía menciones especiales y pasaba al siguiente level. En sí, era como un videojuego. Ahora se podrán imaginar la velocidad con la que escribo. Soy el Carl Lewis de los 100 metros tipográficos. Nadie escribe más rápido que yo, se los puedo jurar, a excepción de los chicos que se la pasan chateando, posteando tuits o estatus desde su Blackberry.

Por cierto, ¿qué tipografía es la que utiliza Facebook o Twitter para desplegar el contenido que escribimos cuando posteamos un nuevo estatus?

¿Es Verdana o Tahoma?




2 comentarios:

  1. Buen post retro, Pablo. Mi breve tributo: "asdf jklñ". Tiempos aquellos... eso sí, no extraño caminar de la parada del bus a la casa cargando la máquina de escribir, haciendo pausas cada 10 metros.

    ResponderEliminar
  2. Luis, jajaja, yo también me recuerdo de esas andanzas. Hay que hacer unas carreritas tipográficas entre Dardón, Marré y Payeras. Abrazón.

    ResponderEliminar